El Cartero ya no llama dos veces. Pérez Reverte
En otro tiempo fueron mis héroes. Los imaginaba como en las películas en blanco y negro, caminando inclinados contra el viento por llanuras cubiertas de nieve, cargados con su zurrón de cuero, dispuestos a entregar la carta aun a costa de su salud y de su vida. Traían las buenas noticias y también las malas, y a menudo compartían la alegría y la pena de los destinatarios. Diálogos del tipo: «Lo siento, Manuel, estoy seguro de que el chico murió como un hombre», o: «A ver, traiga, que se la leo. Querida hermana. Espero que al recibo de la presente... ».
Uno los veía o imaginaba así, haciendo cuestión de honor la entrega de la carta encomendada, aunque en el sobre sólo figurase un nombre confuso y una calle, o un pueblo. Y recuerdo por Navidad, cuando había ruido de zambombas y villancicos, al cartero demorándose unos minutos en el vestíbulo, el zurrón repleto de cartas a los pies, mientras mi abuelo le daba el aguinaldo y una copa de anís, o coñac. En aquel entonces pertenecían al grupo de adultos que un niño respetaba: médicos, maestros, militares, curas, guardias y carteros. Estaban los carteros rurales, que caminaban por la nieve, el barro, y bajo la lluvia. Estaban los carteros urbanos, que subían con denuedo escaleras y escaleras, doblados bajo el peso de su carga. Estaban los carteros de oficina, que distribuían los sobres que echábamos al buzón en cajetines para su envío a lugares lejanos, con nombres sonoros como Shanghái, Moscú, Beirut, La Habana, y aún había otra categoría, la más solemne: los carteros reales, que trabajaban en diciembre con los Reyes Magos.
Ésa era la palabra: magia. Antaño, los carteros aparecían revestidos con los signos que los dioses les otorgaban para reconocerlos como mensajeros de la palabra y el sentimiento, el amor, la solidaridad, la comunicación entre seres separados por la distancia y la vida. Había algo mágico en su presencia y sus atributos: gorra, insignias, zurrón. En cualquier caso, su llegada significaba siempre un estremecimiento de expectación, de incógnita a punto de resolverse. Entonces una carta era siempre incertidumbre y promesa. Por eso amábamos y temíamos a un tiempo a quien nos la entregaba con el respeto debido al objeto que en sus manos portaba. Durante muchos años ésa fue mi imagen del cartero, el hombre que siempre llamaba al timbre dos veces y convertía en cuestión de honor el simple hecho de entregar un sobre.
Una vez conocí a uno de ellos, un viejo cartero jubilado, que me aseguró precisamente eso: en treinta y ocho años de vida profesional nunca dejó sin entregar una carta. Quizá hubiese algo de bravata en la afirmación, mas comprendí lo esencial: ninguna carta le fue nunca indiferente.
Hizo siempre lo que pudo por cumplir en su trabajo, y ése era su orgullo.
Pero los tiempos cambian, y los héroes están cansados. De pronto te enteras de la existencia de un par de carteros que, por exceso de trabajo, dejaron sin repartir miles y miles de cartas. O de aquel otro que las tiraba directamente a la basura o las quemaba, sin más, porque no daba abasto. Ahora que el correo trae más publicidad y extractos bancarios que noticias de la gente a la que quieres, resulta que entre las deficiencias de ese monstruo inhumano que es la Administración y la incuria de algunos elementos que la sirven, uno echa un sobre a cualquier buzón y el gesto se parece mucho a lanzar una botella al mar. Esperemos, te dices cruzando los dedos, que caiga en buenas manos. Hay honestas excepciones, por supuesto: carteros o empleados de Correos que todavía hacen de su trabajo cuestión de pundonor profesional. Pero abunda más el funcionario que maneja cartas -sueños, esperanzas, vidas- como podría cortar chuletas de cordero. El individuo que las deja en tu buzón igual que podría echarlas a la basura o tirártelas a la cara, y que en ocasiones realmente lo hace. En esta España nuestra donde hemos olvidado la alpargata del viejo cartero rural y todos somos tan dinámicos y tan europeos y tan guapos de logotipo y diseño, hay demasiadas cartas que se pierden, cartas que nunca llegan, cartas que permanecen, para siempre, amarilleando a la deriva en ese limbo estúpido, en ese purgatorio vago e impreciso que es el mar de los sargazos de los Correos españoles. Y cuando uno tiene algo importante o urgente que echar al buzón recurre, qué remedio, a una agencia de mensajeros. Que, naturalmente, se están forrando.
La verdad es que añoro a mi viejo cartero de uniforme azul. Aquel que siempre llamaba dos veces y era mi amigo.
En otro tiempo fueron mis héroes. Los imaginaba como en las películas en blanco y negro, caminando inclinados contra el viento por llanuras cubiertas de nieve, cargados con su zurrón de cuero, dispuestos a entregar la carta aun a costa de su salud y de su vida. Traían las buenas noticias y también las malas, y a menudo compartían la alegría y la pena de los destinatarios. Diálogos del tipo: «Lo siento, Manuel, estoy seguro de que el chico murió como un hombre», o: «A ver, traiga, que se la leo. Querida hermana. Espero que al recibo de la presente... ».
Uno los veía o imaginaba así, haciendo cuestión de honor la entrega de la carta encomendada, aunque en el sobre sólo figurase un nombre confuso y una calle, o un pueblo. Y recuerdo por Navidad, cuando había ruido de zambombas y villancicos, al cartero demorándose unos minutos en el vestíbulo, el zurrón repleto de cartas a los pies, mientras mi abuelo le daba el aguinaldo y una copa de anís, o coñac. En aquel entonces pertenecían al grupo de adultos que un niño respetaba: médicos, maestros, militares, curas, guardias y carteros. Estaban los carteros rurales, que caminaban por la nieve, el barro, y bajo la lluvia. Estaban los carteros urbanos, que subían con denuedo escaleras y escaleras, doblados bajo el peso de su carga. Estaban los carteros de oficina, que distribuían los sobres que echábamos al buzón en cajetines para su envío a lugares lejanos, con nombres sonoros como Shanghái, Moscú, Beirut, La Habana, y aún había otra categoría, la más solemne: los carteros reales, que trabajaban en diciembre con los Reyes Magos.
Ésa era la palabra: magia. Antaño, los carteros aparecían revestidos con los signos que los dioses les otorgaban para reconocerlos como mensajeros de la palabra y el sentimiento, el amor, la solidaridad, la comunicación entre seres separados por la distancia y la vida. Había algo mágico en su presencia y sus atributos: gorra, insignias, zurrón. En cualquier caso, su llegada significaba siempre un estremecimiento de expectación, de incógnita a punto de resolverse. Entonces una carta era siempre incertidumbre y promesa. Por eso amábamos y temíamos a un tiempo a quien nos la entregaba con el respeto debido al objeto que en sus manos portaba. Durante muchos años ésa fue mi imagen del cartero, el hombre que siempre llamaba al timbre dos veces y convertía en cuestión de honor el simple hecho de entregar un sobre.
Una vez conocí a uno de ellos, un viejo cartero jubilado, que me aseguró precisamente eso: en treinta y ocho años de vida profesional nunca dejó sin entregar una carta. Quizá hubiese algo de bravata en la afirmación, mas comprendí lo esencial: ninguna carta le fue nunca indiferente.
Hizo siempre lo que pudo por cumplir en su trabajo, y ése era su orgullo.
Pero los tiempos cambian, y los héroes están cansados. De pronto te enteras de la existencia de un par de carteros que, por exceso de trabajo, dejaron sin repartir miles y miles de cartas. O de aquel otro que las tiraba directamente a la basura o las quemaba, sin más, porque no daba abasto. Ahora que el correo trae más publicidad y extractos bancarios que noticias de la gente a la que quieres, resulta que entre las deficiencias de ese monstruo inhumano que es la Administración y la incuria de algunos elementos que la sirven, uno echa un sobre a cualquier buzón y el gesto se parece mucho a lanzar una botella al mar. Esperemos, te dices cruzando los dedos, que caiga en buenas manos. Hay honestas excepciones, por supuesto: carteros o empleados de Correos que todavía hacen de su trabajo cuestión de pundonor profesional. Pero abunda más el funcionario que maneja cartas -sueños, esperanzas, vidas- como podría cortar chuletas de cordero. El individuo que las deja en tu buzón igual que podría echarlas a la basura o tirártelas a la cara, y que en ocasiones realmente lo hace. En esta España nuestra donde hemos olvidado la alpargata del viejo cartero rural y todos somos tan dinámicos y tan europeos y tan guapos de logotipo y diseño, hay demasiadas cartas que se pierden, cartas que nunca llegan, cartas que permanecen, para siempre, amarilleando a la deriva en ese limbo estúpido, en ese purgatorio vago e impreciso que es el mar de los sargazos de los Correos españoles. Y cuando uno tiene algo importante o urgente que echar al buzón recurre, qué remedio, a una agencia de mensajeros. Que, naturalmente, se están forrando.
La verdad es que añoro a mi viejo cartero de uniforme azul. Aquel que siempre llamaba dos veces y era mi amigo.