Dedicado a todos los Carteros de Jimena: Sebastián Ruiz Piernas, Luis, Juan Luis, Paco, Martín, Cayetano etc, etc, etc.
La última carta: “Las palabras pesan,” se decía Sebastián Ruiz Piernas con su bolsa de cuero llena de cartas a cuestas. Pero en el fondo sabía que, más que las palabras, lo que le pesaban eran los años. Porque hay palabras livianas y otras que nos caen encima como una losa. Por ejemplo, la palabra jubilación, que es cualquier otra cosa menos de júbilo.
Sebastián iba resistiendo, pero si le quitaban las cartas, ¿Qué le quedaría? A veces al salir de la estafeta, se sentaba en un banco y empezaba a ordenar las cartas del día para que luego coincidieran con los números de la calle. Los carteros siempre miran la dirección del destinatario y los destinatarios miran la dirección del remitente. A Sebastián le gustaba también imaginar a los remitentes.
Cuando tenía en sus manos una carta ultramarina se la acercaba al oído para escuchar el oleaje del barco que la había traído hasta allí. Sabia intuir el gramaje del papel, si era papel verjurado o papel de arroz, o si había sido escrito a maquina y se había perdido el contenido de las letras “o” o de las “p”, troqueladas por la fuerza del tipo sobre el carro. Intuía la fragancia de la tinta y se dejaba mecer por la caligrafía femenina de amores cubanos o de nostalgias argentinas.
A Sebastián le habían mandado a seguir la ruta de una ciudad nueva que se encontraba en los limites del campo. La llamaban Ciudad Lineal, porque en teoría las casas no podían salirse de la línea de una única calle. Se decía que el proyecto de Ciudad Lineal debería unir en el futuro la ciudad de Cádiz con San Petersburgo. Afortunadamente a Sebastián sólo le habían dejado cinco kilómetros para ir repartiendo cartas. Y sólo las casas impares, que eran las que daban al sol.
Cada vez que Sebastián cogía una carta de su bolsa sentía el apretón de manos de todos los colegas del mundo que habían pasado por aquel sobre. Alguien la había depositado en un buzón, otro empleado la había sacado de allí, operarios de Correos la había clasificado e introducido en una saca. De ahí a camiones, carretillas, barcos o aviones y, una vez en la oficina de destino, volver a rehacer la ceremonia. ¿Cuántas manos pasaban por cada carta? Y sin embargo, a veces faltaba la mano definitiva, la del receptor de tantas palabras. Eso es lo que estaba sucediendo últimamente. Cada día, cuando Sebastián regresaba a la estafeta, quedaba una carta por repartir. En la dirección nadie daba razón de aquel nombre: “Evaristo”, sencillamente. Ni apellido ni nada que pudiera identificarle. Sebastián conservaba la carta de Evaristo siempre en el fondo de la bolsa, pero la casa correspondiente al número no existía. Hasta que, de pronto, un día La Ciudad Lineal empezó a crecer. Llegaron albañiles, carpinteros, carros llenos de cemento y de arena y el reparto se hizo durante un par de años muy difícil. Poco a poco las casas se fueron habitando y Sebastián Ruiz Piernas, vio moverse los visillos la casa del tal Evaristo. Llamo y salio a recibirle un niño repeinado y curioso. ¿Vive aquí Don Evaristo?, pregunto el cartero. Y el niño le respondió que el único Evaristo de aquella casa era el.
Sebastián, con la satisfacción de haber llegado al final de la bolsa, le dio la carta dirigida al niño. “Guárdala en un cajón y que nadie te la lea. Si aprendes a leer, el premio será esa carta que alguien escribió para ti antes de que tu nacieras.”
Y el cartero Sebastián decidió que, una vez repartidas todas las cartas, ya había llegado la hora de jubilarse. (Por desgracia no fue así)
La última carta: “Las palabras pesan,” se decía Sebastián Ruiz Piernas con su bolsa de cuero llena de cartas a cuestas. Pero en el fondo sabía que, más que las palabras, lo que le pesaban eran los años. Porque hay palabras livianas y otras que nos caen encima como una losa. Por ejemplo, la palabra jubilación, que es cualquier otra cosa menos de júbilo.
Sebastián iba resistiendo, pero si le quitaban las cartas, ¿Qué le quedaría? A veces al salir de la estafeta, se sentaba en un banco y empezaba a ordenar las cartas del día para que luego coincidieran con los números de la calle. Los carteros siempre miran la dirección del destinatario y los destinatarios miran la dirección del remitente. A Sebastián le gustaba también imaginar a los remitentes.
Cuando tenía en sus manos una carta ultramarina se la acercaba al oído para escuchar el oleaje del barco que la había traído hasta allí. Sabia intuir el gramaje del papel, si era papel verjurado o papel de arroz, o si había sido escrito a maquina y se había perdido el contenido de las letras “o” o de las “p”, troqueladas por la fuerza del tipo sobre el carro. Intuía la fragancia de la tinta y se dejaba mecer por la caligrafía femenina de amores cubanos o de nostalgias argentinas.
A Sebastián le habían mandado a seguir la ruta de una ciudad nueva que se encontraba en los limites del campo. La llamaban Ciudad Lineal, porque en teoría las casas no podían salirse de la línea de una única calle. Se decía que el proyecto de Ciudad Lineal debería unir en el futuro la ciudad de Cádiz con San Petersburgo. Afortunadamente a Sebastián sólo le habían dejado cinco kilómetros para ir repartiendo cartas. Y sólo las casas impares, que eran las que daban al sol.
Cada vez que Sebastián cogía una carta de su bolsa sentía el apretón de manos de todos los colegas del mundo que habían pasado por aquel sobre. Alguien la había depositado en un buzón, otro empleado la había sacado de allí, operarios de Correos la había clasificado e introducido en una saca. De ahí a camiones, carretillas, barcos o aviones y, una vez en la oficina de destino, volver a rehacer la ceremonia. ¿Cuántas manos pasaban por cada carta? Y sin embargo, a veces faltaba la mano definitiva, la del receptor de tantas palabras. Eso es lo que estaba sucediendo últimamente. Cada día, cuando Sebastián regresaba a la estafeta, quedaba una carta por repartir. En la dirección nadie daba razón de aquel nombre: “Evaristo”, sencillamente. Ni apellido ni nada que pudiera identificarle. Sebastián conservaba la carta de Evaristo siempre en el fondo de la bolsa, pero la casa correspondiente al número no existía. Hasta que, de pronto, un día La Ciudad Lineal empezó a crecer. Llegaron albañiles, carpinteros, carros llenos de cemento y de arena y el reparto se hizo durante un par de años muy difícil. Poco a poco las casas se fueron habitando y Sebastián Ruiz Piernas, vio moverse los visillos la casa del tal Evaristo. Llamo y salio a recibirle un niño repeinado y curioso. ¿Vive aquí Don Evaristo?, pregunto el cartero. Y el niño le respondió que el único Evaristo de aquella casa era el.
Sebastián, con la satisfacción de haber llegado al final de la bolsa, le dio la carta dirigida al niño. “Guárdala en un cajón y que nadie te la lea. Si aprendes a leer, el premio será esa carta que alguien escribió para ti antes de que tu nacieras.”
Y el cartero Sebastián decidió que, una vez repartidas todas las cartas, ya había llegado la hora de jubilarse. (Por desgracia no fue así)