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QUESADA: Al lado de la cama está el bolso listo:...

Al lado de la cama está el bolso listo:
dos pares de medias ovillados,
un calzoncillo negro,
en una bolsa aparte las herramientas de limpieza:
cepillo, pasta, jabón, lo que queda del desodorante,
en otra bolsa los zapatos. La manzana de las pensiones no va a pasar este verano,
van a agujerearla
y después, los hoteles,
las habitaciones con cortinas gruesas
y las camas rodeadas de la ropa que fue quedando sucia
en un país demasiado largo,
en una ciudad con demasiados carteles.
Atrás de la casa
los perros aguantan,
para quejarse esperan la sirena.
Los pájaros son más regulares,
abren la canilla si el día es lento,
si se lava la verdura con cuidado
si se sube a la terraza a ver lo que colgaron los
otros
durante la noche
y se les cuentan los hijos,
si se deja correr el agua en las piletas
y el pan blanco se sostiene en una mano
hasta llenarlo de costillas.
El Sarmiento está en el andén
a medio llenar,
los que llegan antes toman del pico,
parten el sánguche,
fuman enfrentados,
envidan,
están bendecidos.
En el mediodía del oeste
se ejerce el derecho enfrente de la plaza,
el pueblo está en medio de bicicletas desparramadas
y espera que la cola afloje
para cruzar de la plaza a la intendencia:
así pasan el puente para bajar al río a tirar la línea,
y así pasan de la cocina al comedor
llevando pan con manteca para comer en la cama.
Acá poco se conoce de la ciudad al lado del río,
Avellaneda, Lanús, Ciudadela,
hasta ahí.
Se sabe por un primo,
por el comisionista,
por el noticiero,
no hay centro, no hay tierra, no hay olor a comida,
hay vías, estaciones, locales de pantalones y zapatillas
cerca de las estaciones,
carteles con la exmujer de alguien mostrando las medias.
“El pueblo es un esqueleto desgarrado, sin giro y sin comercio”.
Está cerca la gran cabecera de talleres
del ferrocarril del oeste,
percudida
igual que un barco rajado,
se trabaja a reglamento:
los galpones
parten en dos aguas el sol de la tarde.
El soldado que descargó las urnas
se acomoda el cinturón,
mira las casas con las ventanas abiertas,
mira las cortinas cerradas,
más ásperas que la luz,
tiene esa sensación en los dedos con los que toca la fajina,
tiene un catre en Junín para pensar
en una mujer regando canteros.
Los hombres,
se acomodan el cinturón,
miran las casas con las ventanas abiertas,
saben qué hay detrás de las cortinas,
miran la fila de mujeres,
rojos por el mediodía o por el vino que terminaron,
ahuecados por la misma máquina de cortar a cero,
agradecen la loza que las hace transpirar.
Rucci mirando a cámara, tres veces, sobre la avenida al sur,
arriba del afiche: “argentino y peronista”,
el pelo negro con algunas canas,
peinado con un rastrillo de dientes gruesos.
Ahora, la mirada sobre las plazoletas
y el olor a nicho de las plazoletas
que parten la avenida más ancha del mundo.
Se maneja hacia el puente
con el dorso de la mano apoyado en la boca,
con la radio prendida,
pensando como se piensa mientras se está pescando:
en el agua y en la bolla y en el movimiento leve del bote,
en los peces en el fondo del bote,
un racimo plateado en una bolsa abierta
y las botellas de jugo caliente
y las migas de pan hinchándose en la mugre
que viene colgando de la línea que se trae vacía.
Alrededor están los juncos, más cerca o más lejos,
las tarariras se afincan en el calor, cerca de la orilla
que parte el cielo más ancho de la república.
La casilla del que alquila los botes,
los autos hocicándola como a una torcaza enferma
al lado del hecho.
Al lado del hecho
el amontonamiento de ventanas del ministerio de obras públicas
en el medio de la anchura,
un puente inconcluso,
más bien la lengua seca de un puente
que pensaban cruzar por sobre la anchura
hacia un edificio que no existe
que no hay en el escándalo del regreso
ni en el reflejo de los vidrios de las pancherías
ni en el rejunte de sombras de último momento.