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Cortijo La Solana. Esponsales de Pablo y Nati (foto antigua), SABARIEGO

LEYENDAS DE ESTA TIERRA, de Anif Larom.

Relato publicado en la revista "DE PAR EN PAR" de Alcaudete, (Jaén)

LA SOMBRA DE LA MUERTE.

En la hermosa tarde del diez de abril de 1954, Pablo y Nati celebraban su boda en la era del cortijo La Solana; para ellos, la vida se presentaba como una interminable primavera. Lo sentían así. Sus miradas, cómplices y ardientes, conformaban un universo de intimidad que se perdía al alba, entre las risas y la música que amenizaba el convite.

Su destino, como el de la mayoría de la gente de este lugar serían las labores del campo, los hijos y los sueños que pudieran soñar…

Y la descendencia llegó pronto. A los nueve meses y en la madrugada del catorce de enero, nació Encarna, alumbrada por la débil llama de un candil, y asistida por Carmen, La Munda, por entonces matrona de la aldea. Era una niñita hermosa, de ojos grandes y tez rosada.

Pasaba el tiempo y la pequeña no crecía. Lloraba en todo momento, con una fuerza desgarradora. Los médicos diagnosticaron una enfermedad extraña: que iba alterando el vivo color rosáceo del rostro de la niña, en una tez cada vez más desvaída, su cuerpecito, cada día, más frágil, con menos peso. Impotentes, sentían cómo la muerte iba ciñéndose lenta y sigilosa a su piel, como una serpiente.

Fueron meses sombríos, de pesadilla…, en donde toda ayuda era insuficiente. Maravilla, madre de Pablo, Tomasa, una piadosa vecina, y Alberto, practicante de vocación, amparaban y socorrían a la familia, arrimando el hombro en las faenas. Mientras, Pablo y Nati alternaban sus horas, día y noche, para suavizar el llanto de la criatura con susurros, con tiernos besos; siempre su carita pegada a sus rostros; sólo así cesaba la llorera.

La angustia hizo que los pechos de Nati se secaran. Así que por las noches, introducían el biberón, apenas un dedillo de leche condensada, en una lata al baño maría y lo ponían al calor de la llama del candil. La pequeña aferrándose a la vida, chupaba la tetina; pero la leche se le iba entre las comisuras de sus labios.

Aquella tarde, Nati se encontraba agotada. Llevaba noches sin descansar. Le pidió a su suegra, Maravilla, que se llevara la criatura, un rato, junto a la lumbre; el traqueteo de la mecedora de loneta solía apaciguar su llanto. Mientras, ella acomodaba las sábanas desordenadas del lecho para echarse un rato. En esos momentos, algo hizo que sus ojos giraran, desconcertados: a la mortecina luz del candil, en el umbral de la habitación apreció un bulto negro, quieto.

- Pero, ¿ya me trae la niña? – preguntó, sobresaltada, sentándose en la cama.

Un profundo silencio acompañó su pregunta. La sombra se movió, extendiéndose en dirección al lecho. Entonces, la voz de Maravilla le llegó lejana desde el rincón de la chimenea. En ese momento, con el alma sobrecogida, vio cómo aquella sombra fantasmal, en un abrir y cerrar de ojos, desapareció.

- ¿Nena, por qué me llamas, qué ocurre? – Maravilla, ya llegaba por el corredor hasta ella. Nati, confundida, sintió como un escalofrío que le helaba la sangre. Fueron unos instantes difíciles de precisar. Entre balbuceos, le relató la asombrosa visita, mientras la abuela murmuraba que eso era pura imaginación; que un duende se le habría metido en los sesos.

Al día siguiente, diez de octubre, sobre media tarde, triunfó la muerte sobre la callada agonía del pequeño cuerpecillo, consumida su savia en apenas nueve meses.

Muerta ya, la niña descansaba encima de una mesa, sobre la blancura de una sábana, envuelta en una mezcla de dolor y aroma de agua de rosas. Adornaba su frente una corona que la tía Araceli, hermana de Nati, le hizo con flores de papel rizado y plumas tiernas de gallina blanca, pintadas de rosa, con anilina. La amortajaron con un vestido blanco, hasta los tobillos, y dejaron al aire los piececitos, sin zapatos, para que con sus pies limpios, pudiera entrar en la gloria por el portón más amplio de los cielos, según la creencia en aquellos tiempos.
El amargor, el frío del último beso, dulcificó los labios de Pablo y Nati en su despedida.

El dolor anegaba toda la aldea en un largo lamento, compulsivo, en cada paso del cortejo fúnebre que acompañaba a la pequeña caja blanca adornada con lazos de seda de vivos colores. A pie, unos, y otros; a grupas de un mulo, de un borrico, acompañaron a la niña muerta hasta el cementerio de Santa Catalina, en el pueblo de Alcaudete.

En los amaneceres posteriores, el sol salió como siempre, pero no para Nati, que preñada de nuevo de dos meses, era un erial de sombra, carcomida por la pena.

Y para alegría de todos, aquel invierno, veintiocho de febrero, nació Ana, gordita y preciosa. El ansia de olvido alimentó de calma aquel triste hogar. Un alborozo que se quebró con verdadero espanto al ver cómo la chiquilla, tersa flor, se volvía en un diminuto capullo mustio. Siguiendo los pasos de su hermana Encarna, la enfermedad había entrado en su sangre y la devoraba con prisa.

Ese día, Nati subía las escaleras que llevaban a la cámara en donde se guardaba la matanza y el aceite, pero sus pies se pegaron al suelo al ver cómo surgía, al fondo, en el descansillo de los escalones, una sombra negra espeluznante. De nuevo, aquel bulto mudo, suspendido en el aire, se alargaba, avanzando hacia ella, para desaparecer en segundos, envuelto en un tétrico silencio.

Aquella madrugada del veintiocho de mayo, Ana murió. Las leyes de la muerte no le concedieron piedad alguna. Tan sólo tres meses le otorgó el tiempo, mientras el cielo en el que tan ingenuamente habían comenzado a confiar, permanecía impasible…

Llegaron a asomarse a los umbrales de la locura, pero dos pequeñas más: Maravilla primero, y Fina cuatro años más tarde, nacieron poco tiempo después de morir Ana, como dos reflejos de sol en un camino de sombras.

Ahora, en Pablo y Nati, ya ancianos, la tempestad de su ira ha ido cediendo con los años, pero aún fermenta, en su memoria, el duelo por las hijas. Recuerdos que, desbordados, afloran una y otra vez cuando les visito y les ruego que me relaten su testimonio. Y al calor de una mesa camilla se desliza, con vehemencia, el misterio de aquellas sombras de muerte…

No puedo reprimir un sentimiento, casi morboso, de honrar la memoria de aquellas desafortunadas criaturas y, a falta de otras flores, surgen en mí desbordados pensamientos…

@Anif Larom
(1941)