Todo está como antes, como ayer, como siempre. Los años pasan rápidos, silenciosos, pero el cortijo sigue igual, respirando silencio y tranquilidad, rodeado de
olivos y
montañas dormidas.
Una larga hilera de botijos nos lleva hasta la
casa rodeada de higueras,
almendros,
palmeras y mucha
historia… Con sus paredes de cal blanca, como blanca es la ternura que siento cuando les miro a ellos, a mis padres, Pablo y Nati, con las huellas del tiempo en sus rostros, con sus manos ajadas y su corazón cada vez más niño y sensible.
La estancia que hoy nos habita, nos mima, nos envuelve en un dulce olor a pasado… La nostalgia parece dar saltos en el tiempo y rescato de mis recuerdos algo que ya hace tiempo olvidé, pero, sé que está ahí, que puedo olerlo, resucitarlo: el olor a leña, a migas recién hechas, casi al
amanecer, y a mi padre, Pablo, en aquella mecedora que se balanceaba indolente al lado de la candela. Me encantaba sentarme en sus rodillas y que me acariciara el pelo.
Poco a poco se van quedando atrás, en mi memoria, aquellas tardes de sol en
la era, aventando la parva junto a mi padre y mi hermana Mara, disfrutando como locas, subidas al
trillo conducido por los mulos. Mientras mamá asomaba por la vereda con un refresco de huevos batidos con aguardiente (para que recuperar fuerzas) decía, cuando un sol con espinas de alambre nos atravesaba la piel, envuelta en sudor y paja.
Hoy sólo son recuerdos condensados dentro de mi corazón que quería compartir con mi
familia a la que quiero.
Papá, mamá, os tengo en un
altar, en ese altar de mi vida donde mi fe sois vosotros y todo lo que me enseñasteis.
Gracias por estar ahí.
Os quiero.