SABIOTE: La recién estrenada piscina municipal de Sabiote, en...

La recién estrenada piscina municipal de Sabiote, en la carretera de Úbeda, era una maravilla. Con un amplio espacio verde y un servicio de bar que atendía en la terraza tanto bebida como comida, era el lugar ideal para suavizar los días del verano sabioteño. Allí, mis amigos Miguel “el maño” y su socio en los trabajos de pintura Diego, ayudados por el mozo Piqueras, te servían una carne a la brasa capaz de resucitar a un muerto, o varios, como secundaban ellos.

Se habían quedado por primera vez con la contrata del servicio de explotación de la piscina recién acabada y de momento no lo estaban haciendo nada mal. A mí, ni qué decir tiene, me venía de perlas. Después de la siesta me dirigía allí y pasaba la tarde con mis amigos, charlando, dándome el último baño de la tarde hacia las 9, etc. Vida buena.

Pero, sobre todo, cuando más disfruté de aquellas instalaciones eran los sábados. Por aquel entonces las Cajas de Ahorros permanecían abiertas los sábados por la mañana hasta las dos y media de la tarde. Posteriormente cambiarían este horario para abrir los sábados primero y último de cada mes entre los de octubre y abril, para luego volver a cambiarlo cerrando los sábados y abriendo los jueves por la tarde de entre los citados meses.

Los sábados a mediodía yo debía enfrentarme con un viaje a Granada que, en verano y por los lugares que transcurría era algo así como un infierno. Si la carretera de Albacete en dirección Jaén estaba bien por no tener exceso de tráfico, en fin de semana, desde el empalme de las Yucas hasta Granada, con el tráfico que había y con los puertos Carretero, Zegrí y Onítar esperando, era como subir al Calvario tres veces con el coche a cuestas. Y por Jódar ni qué contar. La cuesta de los Gallardos, cerca de Huelma, un suplicio.

Yo, con el miedo al sufrimiento en el cuerpo, me preparaba en la piscina que regentaban mis amigos para el largo y tórrido trayecto. Me tomaba dos o tres cervezas, o cuatro si llegaba el caso (con sus respectivas tapas y sin pensar en controles ni soplidos en boquillas), me hacía unos cuantos largos en la piscina, y así, completamente empapado, me metía en el coche y… carretera y manta pero sin manta. Ponía el cassette que me quisieron robar, le introducía una cinta de la Orquesta Platería, las gafas de sol bien colocás, la visera baja, y enfilaba en dirección a Úbeda, donde, mientras repostaba carburante, me encendía un purito que me regalaba el amigo Chiles en su gasolinera (a las damas les daba una flor).

Llegar a Guadahortuna era una auténtica odisea a tenor de lo que deberían marcar los termómetros, que a esas horas irían de récord, pero en una curva de la carretera, y bajo unos árboles grandes, había un pilón (creo más bien que era un abrevadero para animales), y junto a él, unos cuantos abuelos de los de boina calá aun en verano y cayado-reposamentones, que miraban a aquel loco que se medio introducía en el pilón y, mientras lloraba -cosa de cuernos, oí decir a uno la primera vez-, bailaba al son de la música que salía por la puerta abierta del coche.

Atrás habían quedado los cruces de la carretera: Bedmar, Belmez, Solera, la Chiva de Dios (como en algunas ocasiones se llamaba a la Cabra del Santo Cristo), Huelma,…porque en aquel tiempo se pasaba por medio de Jódar. Y, después de tres horas de aventura, se llegaba a Granada. Y al día siguiente, la vuelta pero a la inversa. Si el viaje era de día, en verano, por el mismo sitio, si en invierno, por las Yucas, en la carretera nacional. ¡Y yo que aprendí a echarlos de menos!