Hoy he visto una fotografía en la prensa en la que una gimnasta rusa, Vera Shimanskaya, oro en Sidney 2000 y que había sido detenida por hacer trampas en el casino de Valencia, se había inscrito en el Tenerife Ladies Open. Esto me ha recordado lo poquísimo que me gustan a mí los juegos. No juego a máquinas tragaperras, ni a cartas, ni al dominó, ni al parchís, ni nada de nada. Es más, antes, en mi juventud, me gustaba mucho el ajedrez, pero al poco tiempo perdí el interés. En esto tiene mucho que ver mi estado de nervios casi constante y mi falta de paciencia, pero en los juegos de envite o que están basados en la apuesta, ya sea contra otras personas ya sea contra máquinas, creo que mucho tiene que ver Sabiote, o más bien, personas de carne y hueso de Sabiote.
En el bar Nacional, al fondo, había un comedor, y por él se tenía acceso a una sala (no era preciso subir al primer piso) donde en ocasiones, y a hurtadillas, se jugaba a las cartas con apuestas no muy altas, todo hay que decirlo, pero que no estaban muy consentidas por la autoridad pertinente, y más si el local carecía del permiso de rigor y demás requisitos.
Una noche en que estaba tomando una cerveza con mis amigos Antonio Ochoa Zambrana (no sé si aún me recordará, pero si es así, que sea con la mitad del cariño con el que yo lo recuerdo) y Antonio Martínez “Berrendo” (d. e. p.), decidieron ir a jugar unas manos a un juego de envite que se llamaba jiley, o algo parecido, creo recordar. Yo, ni corto ni perezoso, y a pesar de no tener ni idea del juego, pero no queriendo romper la camaradería del momento, decidí apuntarme, y al llegar al salón, les dije a mis compañeros que me enseñaran las reglas del juego más básicas, que ya aprendería yo todo lo demás. Mis amigos, después de muchas negativas, me indicaron que las figuras tenían un valor, creo recordar que 10, y el as valía 11, y cosas así; también me indicaron que el máximo de puntos en cada mano eran 41, y que a igualdad de puntos ganaba el que iba de mano.
Pues bien, con estas indicaciones y otras que he olvidado con el tiempo, me puse a la cuestión, y ocurrió lo que todos en el fondo temían: que ganaba siempre el novato. “La suerte del novato”, la llamaban. Mis amigos no hacían más que decirme que me levantara y me marchara, que no estaba bien, que no debía de picarme, y muchas cosas más por el estilo, y yo, torpe de mí, seguía jugando y ganando. Recuerdo en especial la última mano, con 41 puntos y todo el mundo apostando, pero claro, estaban detrás de mí y poco a poco se fueron retirando. Yo, la verdad, estaba muy eufórico por dentro, pues no podía exteriorizar mi emoción, hasta que oí a mi amigo Antonio Ochoa decirme: “ ¿Cuánto vas ganando descontando lo que traías?” “Pues más o menos 2.800 pesetas” dije yo (de las del 82). “Pues hasta 2.800 pesetas te apuesto”, me dijo él. Yo, por no abusar de un amigo, acepté su reto, y cuando me mostró otros 41 puntos pero que él estaba entre el que repartía y yo, o sea, de mano, mi mundo se vino abajo. “Y ahora te levantas y te vas al bar Tenis, que enseguida voy yo”. Me levanté avergonzado (humillado más bien) y me fui para allá.
La verdad que no valoré la lección que Antoñito Ochoa Zambrana, o mejor, Don Antonio Ochoa Zambrana, me dio en ese momento; era joven, valiente, soberbio y muchos más adjetivos que suelen acompañar a los jóvenes que lo creen saber todo, pero no mucho más tarde empecé a valorar aquella lección que mis amigos me habían dado. Hoy les doy las gracias, dondequiera que estén, por aquella lección gratuita y cariñosa que me dieron. Apenas habré jugado con dinero en 4 ó 5 ocasiones en mi vida, en el casino de Torrequebrada en Torremolinos, en el casino de Ibiza, en el bingo de Torremolinos y en el casino de Logroño, a los que he entrado solo por el gusto de entrar y gastarme cinco mil pesetas hasta donde lleguen solo por decir que he estado y jugado en ellos. La verdad es que el dicho “la suerte del novato” se sigue cumpliendo en mi persona, porque cuando he ido ganando algo me he ido a la caja, he cambiado las fichas por dinero y, sin correr riesgos, me los he gastado con la parienta en las marisquerías de la Carihuela o donde fuera. Y no volviendo a jugar más, he conseguido que mi saldo en el juego sea positivo para mí, siendo de las pocas personas que pueden decirlo, pues el que juega suele perder, y el que no juega, ni pierde ni gana.
En el bar Nacional, al fondo, había un comedor, y por él se tenía acceso a una sala (no era preciso subir al primer piso) donde en ocasiones, y a hurtadillas, se jugaba a las cartas con apuestas no muy altas, todo hay que decirlo, pero que no estaban muy consentidas por la autoridad pertinente, y más si el local carecía del permiso de rigor y demás requisitos.
Una noche en que estaba tomando una cerveza con mis amigos Antonio Ochoa Zambrana (no sé si aún me recordará, pero si es así, que sea con la mitad del cariño con el que yo lo recuerdo) y Antonio Martínez “Berrendo” (d. e. p.), decidieron ir a jugar unas manos a un juego de envite que se llamaba jiley, o algo parecido, creo recordar. Yo, ni corto ni perezoso, y a pesar de no tener ni idea del juego, pero no queriendo romper la camaradería del momento, decidí apuntarme, y al llegar al salón, les dije a mis compañeros que me enseñaran las reglas del juego más básicas, que ya aprendería yo todo lo demás. Mis amigos, después de muchas negativas, me indicaron que las figuras tenían un valor, creo recordar que 10, y el as valía 11, y cosas así; también me indicaron que el máximo de puntos en cada mano eran 41, y que a igualdad de puntos ganaba el que iba de mano.
Pues bien, con estas indicaciones y otras que he olvidado con el tiempo, me puse a la cuestión, y ocurrió lo que todos en el fondo temían: que ganaba siempre el novato. “La suerte del novato”, la llamaban. Mis amigos no hacían más que decirme que me levantara y me marchara, que no estaba bien, que no debía de picarme, y muchas cosas más por el estilo, y yo, torpe de mí, seguía jugando y ganando. Recuerdo en especial la última mano, con 41 puntos y todo el mundo apostando, pero claro, estaban detrás de mí y poco a poco se fueron retirando. Yo, la verdad, estaba muy eufórico por dentro, pues no podía exteriorizar mi emoción, hasta que oí a mi amigo Antonio Ochoa decirme: “ ¿Cuánto vas ganando descontando lo que traías?” “Pues más o menos 2.800 pesetas” dije yo (de las del 82). “Pues hasta 2.800 pesetas te apuesto”, me dijo él. Yo, por no abusar de un amigo, acepté su reto, y cuando me mostró otros 41 puntos pero que él estaba entre el que repartía y yo, o sea, de mano, mi mundo se vino abajo. “Y ahora te levantas y te vas al bar Tenis, que enseguida voy yo”. Me levanté avergonzado (humillado más bien) y me fui para allá.
La verdad que no valoré la lección que Antoñito Ochoa Zambrana, o mejor, Don Antonio Ochoa Zambrana, me dio en ese momento; era joven, valiente, soberbio y muchos más adjetivos que suelen acompañar a los jóvenes que lo creen saber todo, pero no mucho más tarde empecé a valorar aquella lección que mis amigos me habían dado. Hoy les doy las gracias, dondequiera que estén, por aquella lección gratuita y cariñosa que me dieron. Apenas habré jugado con dinero en 4 ó 5 ocasiones en mi vida, en el casino de Torrequebrada en Torremolinos, en el casino de Ibiza, en el bingo de Torremolinos y en el casino de Logroño, a los que he entrado solo por el gusto de entrar y gastarme cinco mil pesetas hasta donde lleguen solo por decir que he estado y jugado en ellos. La verdad es que el dicho “la suerte del novato” se sigue cumpliendo en mi persona, porque cuando he ido ganando algo me he ido a la caja, he cambiado las fichas por dinero y, sin correr riesgos, me los he gastado con la parienta en las marisquerías de la Carihuela o donde fuera. Y no volviendo a jugar más, he conseguido que mi saldo en el juego sea positivo para mí, siendo de las pocas personas que pueden decirlo, pues el que juega suele perder, y el que no juega, ni pierde ni gana.