Hubo un tiempo en que el mito de la
España romántica anidó aquí. Viajeros de mediados del siglo xix, imbuidos por el orientalismo, visitaban
Granada y
Córdoba, y dejaban para las últimas etapas de su periplo la ciudad de
Ronda, en
Málaga, recostada sobre un afilado tajo, en mitad de una escenografía de severos desfiladeros por donde se precipitan las
aguas del Guadalevín, al que los árabes apellidaron con el dulce nombre de
río de leche. Su cola de
caballo, la blanca
cascada que dibuja su caída hasta el foso del despeñadero, parte la ciudad en dos.