04 de mayo de 2007
Queridísimos: ¡que Jesús me guarde a mis hijas y a mis hijos!
A lo largo del Tiempo pascual, las lecturas de la Misa nos presentan escenas tomadas de los Hechos de los Apóstoles. Causa una inmensa alegría comprobar que desde el principio, desde el día de Pentecostés, los primeros fieles tenían la clara conciencia de constituir la nueva familia de Dios en la tierra, fundada en el sacrificio pascual de Cristo y en la efusión del Espíritu Santo. Llenémonos de gozo y de responsabilidad, pues la Iglesia, siempre joven, somos nosotros, cada uno.
San Lucas testimonia que aquellos primeros hermanos nuestros en la fe perseveraban asiduamente en la doctrina de los Apóstoles y en la comunión, en la fracción del pan y en las oraciones (Hch 2, 42). Y añade que la multitud de los creyentes tenía un solo corazón y una sola alma (Hch 4, 32).
Una consecuencia inmediata de ese saberse y sentirse familia de Dios era la audacia apostólica, la valentía para hablar de Jesús a las personas con las que se encontraban, sin detenerse ante el miedo o los respetos humanos. Proclamaban la palabra de Dios con libertad, anota el evangelista; que subraya: con gran poder, los Apóstoles daban testimonio de la resurrección del Señor Jesús; y en todos ellos había abundancia de gracia (Hch 4, 31.33).
Detrás de este cuadro estupendo, en el que destacan el lógico entusiasmo por Jesús resucitado y el afán apostólico de los primeros cristianos, se adivina —como os decía— la convicción de saberse familia de Dios en la tierra: esa familia, unida por lazos mucho más fuertes que los de la sangre, que el Señor había anunciado en su predicación: éstos son mi madre y mis hermanos. Porque todo el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos, ése es mi hermano y mi hermana y mi madre (Mt 12, 49-50).
Esta afirmación de Jesús se aplica en primer lugar a la Virgen Santísima, porque gracias a su plena adhesión a lo que el Arcángel le había anunciado de parte de Dios, se llevó a cabo el gran misterio de la Encarnación del Verbo. De Ella aprendieron los primeros cristianos a comportarse como hijos de Dios, como hermanos de Jesucristo.
Algunos Padres de la Iglesia resaltan el papel insustituible de María como Madre en la Iglesia primitiva, tras la Ascensión de Jesucristo al Cielo y la venida del Paráclito. Por ejemplo, en un libro atribuido a San Máximo el Confesor, se refiere que «cuando los Apóstoles se dispersaron por el mundo entero, la santa Madre de Cristo, como Reina de todos, habitaba en el centro del mundo, en Jerusalén, en Sión, con el Apóstol predilecto que Jesucristo el Señor le había dado como hijo» (Vida de María atribuida a San Máximo el Confesor, no. 95: "Testi mariani del primo millennio", vol. II, p. 259).
Estas consideraciones resultan muy oportunas en el mes de mayo, especialmente dedicado —en gran parte del mundo— a la Virgen Santísima. Cumpliendo la misión que le había confiado su Hijo en la Cruz, Nuestra Señora se comporta en todo momento como Madre de los cristianos, como Madre de la Iglesia. Os invito a considerar el gozo de San Josemaría, cuando —al comienzo de este mes— comprobaba que «la devoción a la Virgen está siempre viva, despertando en las almas cristianas el impulso sobrenatural para obrar como domestici Dei (Ef 2, 19), como miembros de la familia de Dios» (San Josemaría, Es Cristo que pasa, no. 139).
Pienso que no es atrevido llegar a la conclusión de que San Josemaría ha sido un innovador o, si queréis, un santo que ha sacado inmensas riquezas y luces de la Sagrada Escritura. Solía repetir que el cristiano —y, concretamente, el hombre, la mujer del Opus Dei— hace, de la calle, templo, porque convierte las ocupaciones en culto y alabanza a la Trinidad. Y yo veo en esas palabras de la homilía que acabo de citar algo muy característico, que muchas personas han comentado: por su trato, por su conversación, San Josemaría convertía en otra Betania los lugares más dispares en los que se movía. Entre los enfermos, entre los menestrales, entre los universitarios, entre los intelectuales, etc. —y podría citaros muchos casos— creaba ambiente de familia, con el que todos aprendían a recibir a Cristo, como lo hacían Marta, María y Lázaro.
Resulta muy lógico que cada uno, en la medida de sus particulares necesidades, procure concretar ya desde ahora cómo va a tratar personalmente a la Virgen en estas semanas, con el afán de ver hermanos en los demás, a todas horas. Quizá podemos poner más atención y más cariño en el rezo diario del Rosario y en la contemplación de los misterios; o acudir en peregrinación —acompañado quizá de otra persona— a alguno de los santuarios o ermitas dedicados a la Virgen, en la ciudad donde habitamos o en sus cercanías.
En el Opus Dei vivimos durante este mes la costumbre de la Romería de mayo, que nuestro Fundador comenzó en el año 1935. Pongamos ya sus frutos espirituales en manos de nuestra Madre. Porque, como precisa San Josemaría, «María edifica continuamente la Iglesia, la aúna, la mantiene compacta. Es difícil tener una auténtica devoción a la Virgen, y no sentirse más vinculados a los demás miembros del Cuerpo Místico, más unidos también a su cabeza visible, el Papa» (Ibid).
Considerar a la Iglesia como familia de Dios, trae a mi mente también la necesidad de difundir la verdad sobre la familia, fundada sobre el matrimonio de uno con una y para siempre, que —como afirmaba el Papa en Valencia, hace poco menos de un año— «es el ámbito privilegiado donde cada persona aprende a dar y a recibir amor» (Benedicto XVI, Discurso en el Encuentro Mundial de las Familias, 8-VII-2006). Nunca realizaremos suficientes esfuerzos para promover la doctrina cristiana sobre este punto, cuando en muchos países se minan —mediante leyes y costumbres injustas— los fundamentos naturales de la institución familiar. Pocas semanas atrás, tuve la alegría de reunirme —en Roma— con un numeroso grupo de matrimonios, que asistían a un Congreso Internacional de la Familia. Siguiendo las enseñanzas del Magisterio de la Iglesia, les animé a seguir fortaleciendo —con su palabra y con su vida— las raíces de esa institución, que es «un bien necesario para los pueblos, un fundamento indispensable para la sociedad y un gran tesoro de los esposos durante toda su vida» (Ibid).
Si la familia es llamada, con razón, Iglesia doméstica, lo es «porque manifiesta y realiza la naturaleza comunitaria y familiar de la Iglesia en cuanto familia de Dios. Cada miembro, según su propio papel, ejerce el sacerdocio bautismal, contribuyendo a hacer de la familia una comunidad de gracia y de oración, escuela de virtudes humanas y cristianas, y lugar del primer anuncio de la fe a los hijos» (Catecismo de la Iglesia Católica, Compendio, no. 350).
Característica esencial de esta institución, en cuanto comunidad fundada y edificada sobre el amor —donación desinteresada a los demás—, es que sus miembros han de saber gastarse diariamente con efectiva y afectuosa preocupación de los unos por los otros. Allí no cabe que alguno razone como si los demás no existieran; cada una, cada uno, ha de preocuparse de las necesidades de los demás: rezar los unos por los otros, ayudarse, sufrir y alegrarse con sus penas y con sus gozos. De este modo, todos contribuirán a sacar adelante el dulcísimo precepto, que lleva consigo la fraternidad cristiana, con una siembra de paz y de alegría que necesariamente acaba influyendo en la sociedad.
El deber de hacer familia en cada hogar es algo gratísimo, que incumbe a todos: al padre y a la madre, a los hermanos, a los abuelos, a las personas que colaboran con su trabajo en el cuidado del hogar. Es una tarea que a todos afecta, porque todos hemos de luchar contra el "señoritismo", manifestación clara del apego al propio yo. Lógicamente, es labor prioritaria de los padres, que han de orientar todo su proyecto de vida, por encima de otros fines nobles, a la realización —lo más acabada posible— del modelo de la Sagrada Familia de Jesús, María y José. Aunque no puedan evitarse completamente algunas desavenencias entre los cónyuges, los esposos cristianos han de esmerarse en superarlas prontamente, pidiendo perdón y perdonando.
San Josemaría comprendía y disculpaba esas debilidades, porque, «como somos criaturas humanas, alguna vez se puede reñir; pero poco. Y después —añadía—, los dos han de reconocer que tienen la culpa y decirse uno a otro: ¡perdóname!, y darse un buen abrazo... ¡Y adelante! Pero que se note que ya no volvéis a tener litigios durante mucho tiempo. Y delante de los hijos, pequeños o mayores, no riñáis nunca. Aunque sean muy chicos, los niños se fijan en todo» (San Josemaría, Apuntes tomados en una tertulia, 4-VI-1974).
Este panorama estupendo, hijas e hijos míos que vivís vuestra vocación divina en el matrimonio, se manifiesta también en sacrificios generalmente pequeños, aunque a veces se os antojen grandes. La responsabilidad de sacar adelante vuestro hogar compete —al cien por cien— al padre y a la madre, en todos los órdenes. Quizá uno de los cónyuges, por exigencias del trabajo, pasará gran parte del tiempo fuera del hogar; pero al volver a casa, después de la jornada de trabajo —incluso agotadora—, no puede desentenderse de hacer grata la convivencia a los demás miembros de la familia; como no puede dedicarse a pensar con egoísmo en el propio descanso. Debéis dedicar al otro cónyuge el cariño y las atenciones a que tiene derecho, y a los hijos —sobre todo en algunas épocas más importantes de su desarrollo físico y afectivo— el tiempo y el cariño que necesitan.
Examinad, pues, hijas e hijos míos casados, vuestro comportamiento en el hogar. Pensad en cómo mejorar vuestra colaboración en los trabajos de la casa —que competen también a los hombres—; en cómo habláis con calma de cada uno de vuestros hijos, para orientarles de común acuerdo; en cómo estáis dispuestos a recortar —cuando haga falta— vuestra actividad fuera del hogar, para atender más a vuestra familia, que es ¡siempre! el mejor negocio, como aseguraba San Josemaría. Especialmente, cuando los hijos cuentan con pocos años, facilitad al otro cónyuge el cumplimiento de sus deberes cristianos, como la asistencia a la Santa Misa o a los medios de formación cristiana. Buscad los modos oportunos, ciertos de que ese esfuerzo y ese sacrificio redunda en bien de la familia entera.
En los párrafos precedentes me he dirigido más específicamente a las personas casadas, pero deseo recalcar que esos deberes y la sustancia de esos consejos se pueden aplicar a todos, pues todos somos responsables —cada una y cada uno en sus circunstancias personales— de crear y mantener a nuestro alrededor un verdadero aire y ambiente de familia. ¿Qué haces tú por los otros, excediéndote? ¿Qué interés pones en dar paz y alegría a los demás? ¿Cómo demuestras tu disponibilidad para lo que sea? En la oficina, en el taller, en el despacho, en los tiempos de descanso, ¿cómo cultivas la fraternidad, el ambiente de hogar?
Por otro lado, al escribir estas líneas, pienso de modo muy particular en el trabajo de mis hijas que se ocupan de la Administración de nuestros Centros. Precisamente porque desempeñáis, de modo muy semejante, la tarea de la Virgen en el hogar de Nazaret, ¡cuánto podéis influir, hijas mías, en la buena marcha de cada persona, de cada Centro, de cada labor, de la Obra entera, de la sociedad, con ese servicio escondido y silencioso que da sabor de familia cristiana!
De esta familia estupenda que es la Obra, he tocado dos momentos que agradezco a Dios. Hace quince días en Milán; anteayer regresé de Berlín. En las dos estancias, muchos recuerdos de la vida de nuestro Padre, que "quiere" que a toda hora, todas y todos, "hagamos familia".
Acudamos mucho a la Madre de la Iglesia y de la Obra, para que nos enseñe a difundir por todas partes los ideales de la familia cristiana, con sus diferentes consecuencias prácticas, necesarias. Si alguna vez comportan sacrificio, no olvidemos que se presentan también como una fuente inagotable de alegría: el gozo de quien no piensa en sí mismo, sino que se gasta en una entrega generosa a los demás, por Dios, como hizo Jesucristo.
Seguid rezando mucho por mis intenciones. Dios ha querido que yo sea el Padre de esta familia sobrenatural de la Obra. Yo, solo, no puedo nada; apoyado en mis hijas y en mis hijos, con la gracia de Dios, lo podré todo: omnia possum in eo, qui me confortat (Flp 4, 13). Acordaos especialmente de encomendar a los Numerarios que recibirán la ordenación sacerdotal, en Roma, el próximo día 26. Pedid al Señor que nos los haga muy santos, totalmente dedicados al servicio de sus hermanas y hermanos, y de todas las almas.
Y rezad más, mucho más, por Benedicto XVI, el Padre común de los cristianos, el Vicario de Cristo en esta gran familia de Dios sobre la tierra, que es la Iglesia Santa.
Con todo cariño, os bendice
Vuestro Padre
+ Javier
Roma, 1 de mayo de 2007.
Queridísimos: ¡que Jesús me guarde a mis hijas y a mis hijos!
A lo largo del Tiempo pascual, las lecturas de la Misa nos presentan escenas tomadas de los Hechos de los Apóstoles. Causa una inmensa alegría comprobar que desde el principio, desde el día de Pentecostés, los primeros fieles tenían la clara conciencia de constituir la nueva familia de Dios en la tierra, fundada en el sacrificio pascual de Cristo y en la efusión del Espíritu Santo. Llenémonos de gozo y de responsabilidad, pues la Iglesia, siempre joven, somos nosotros, cada uno.
San Lucas testimonia que aquellos primeros hermanos nuestros en la fe perseveraban asiduamente en la doctrina de los Apóstoles y en la comunión, en la fracción del pan y en las oraciones (Hch 2, 42). Y añade que la multitud de los creyentes tenía un solo corazón y una sola alma (Hch 4, 32).
Una consecuencia inmediata de ese saberse y sentirse familia de Dios era la audacia apostólica, la valentía para hablar de Jesús a las personas con las que se encontraban, sin detenerse ante el miedo o los respetos humanos. Proclamaban la palabra de Dios con libertad, anota el evangelista; que subraya: con gran poder, los Apóstoles daban testimonio de la resurrección del Señor Jesús; y en todos ellos había abundancia de gracia (Hch 4, 31.33).
Detrás de este cuadro estupendo, en el que destacan el lógico entusiasmo por Jesús resucitado y el afán apostólico de los primeros cristianos, se adivina —como os decía— la convicción de saberse familia de Dios en la tierra: esa familia, unida por lazos mucho más fuertes que los de la sangre, que el Señor había anunciado en su predicación: éstos son mi madre y mis hermanos. Porque todo el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos, ése es mi hermano y mi hermana y mi madre (Mt 12, 49-50).
Esta afirmación de Jesús se aplica en primer lugar a la Virgen Santísima, porque gracias a su plena adhesión a lo que el Arcángel le había anunciado de parte de Dios, se llevó a cabo el gran misterio de la Encarnación del Verbo. De Ella aprendieron los primeros cristianos a comportarse como hijos de Dios, como hermanos de Jesucristo.
Algunos Padres de la Iglesia resaltan el papel insustituible de María como Madre en la Iglesia primitiva, tras la Ascensión de Jesucristo al Cielo y la venida del Paráclito. Por ejemplo, en un libro atribuido a San Máximo el Confesor, se refiere que «cuando los Apóstoles se dispersaron por el mundo entero, la santa Madre de Cristo, como Reina de todos, habitaba en el centro del mundo, en Jerusalén, en Sión, con el Apóstol predilecto que Jesucristo el Señor le había dado como hijo» (Vida de María atribuida a San Máximo el Confesor, no. 95: "Testi mariani del primo millennio", vol. II, p. 259).
Estas consideraciones resultan muy oportunas en el mes de mayo, especialmente dedicado —en gran parte del mundo— a la Virgen Santísima. Cumpliendo la misión que le había confiado su Hijo en la Cruz, Nuestra Señora se comporta en todo momento como Madre de los cristianos, como Madre de la Iglesia. Os invito a considerar el gozo de San Josemaría, cuando —al comienzo de este mes— comprobaba que «la devoción a la Virgen está siempre viva, despertando en las almas cristianas el impulso sobrenatural para obrar como domestici Dei (Ef 2, 19), como miembros de la familia de Dios» (San Josemaría, Es Cristo que pasa, no. 139).
Pienso que no es atrevido llegar a la conclusión de que San Josemaría ha sido un innovador o, si queréis, un santo que ha sacado inmensas riquezas y luces de la Sagrada Escritura. Solía repetir que el cristiano —y, concretamente, el hombre, la mujer del Opus Dei— hace, de la calle, templo, porque convierte las ocupaciones en culto y alabanza a la Trinidad. Y yo veo en esas palabras de la homilía que acabo de citar algo muy característico, que muchas personas han comentado: por su trato, por su conversación, San Josemaría convertía en otra Betania los lugares más dispares en los que se movía. Entre los enfermos, entre los menestrales, entre los universitarios, entre los intelectuales, etc. —y podría citaros muchos casos— creaba ambiente de familia, con el que todos aprendían a recibir a Cristo, como lo hacían Marta, María y Lázaro.
Resulta muy lógico que cada uno, en la medida de sus particulares necesidades, procure concretar ya desde ahora cómo va a tratar personalmente a la Virgen en estas semanas, con el afán de ver hermanos en los demás, a todas horas. Quizá podemos poner más atención y más cariño en el rezo diario del Rosario y en la contemplación de los misterios; o acudir en peregrinación —acompañado quizá de otra persona— a alguno de los santuarios o ermitas dedicados a la Virgen, en la ciudad donde habitamos o en sus cercanías.
En el Opus Dei vivimos durante este mes la costumbre de la Romería de mayo, que nuestro Fundador comenzó en el año 1935. Pongamos ya sus frutos espirituales en manos de nuestra Madre. Porque, como precisa San Josemaría, «María edifica continuamente la Iglesia, la aúna, la mantiene compacta. Es difícil tener una auténtica devoción a la Virgen, y no sentirse más vinculados a los demás miembros del Cuerpo Místico, más unidos también a su cabeza visible, el Papa» (Ibid).
Considerar a la Iglesia como familia de Dios, trae a mi mente también la necesidad de difundir la verdad sobre la familia, fundada sobre el matrimonio de uno con una y para siempre, que —como afirmaba el Papa en Valencia, hace poco menos de un año— «es el ámbito privilegiado donde cada persona aprende a dar y a recibir amor» (Benedicto XVI, Discurso en el Encuentro Mundial de las Familias, 8-VII-2006). Nunca realizaremos suficientes esfuerzos para promover la doctrina cristiana sobre este punto, cuando en muchos países se minan —mediante leyes y costumbres injustas— los fundamentos naturales de la institución familiar. Pocas semanas atrás, tuve la alegría de reunirme —en Roma— con un numeroso grupo de matrimonios, que asistían a un Congreso Internacional de la Familia. Siguiendo las enseñanzas del Magisterio de la Iglesia, les animé a seguir fortaleciendo —con su palabra y con su vida— las raíces de esa institución, que es «un bien necesario para los pueblos, un fundamento indispensable para la sociedad y un gran tesoro de los esposos durante toda su vida» (Ibid).
Si la familia es llamada, con razón, Iglesia doméstica, lo es «porque manifiesta y realiza la naturaleza comunitaria y familiar de la Iglesia en cuanto familia de Dios. Cada miembro, según su propio papel, ejerce el sacerdocio bautismal, contribuyendo a hacer de la familia una comunidad de gracia y de oración, escuela de virtudes humanas y cristianas, y lugar del primer anuncio de la fe a los hijos» (Catecismo de la Iglesia Católica, Compendio, no. 350).
Característica esencial de esta institución, en cuanto comunidad fundada y edificada sobre el amor —donación desinteresada a los demás—, es que sus miembros han de saber gastarse diariamente con efectiva y afectuosa preocupación de los unos por los otros. Allí no cabe que alguno razone como si los demás no existieran; cada una, cada uno, ha de preocuparse de las necesidades de los demás: rezar los unos por los otros, ayudarse, sufrir y alegrarse con sus penas y con sus gozos. De este modo, todos contribuirán a sacar adelante el dulcísimo precepto, que lleva consigo la fraternidad cristiana, con una siembra de paz y de alegría que necesariamente acaba influyendo en la sociedad.
El deber de hacer familia en cada hogar es algo gratísimo, que incumbe a todos: al padre y a la madre, a los hermanos, a los abuelos, a las personas que colaboran con su trabajo en el cuidado del hogar. Es una tarea que a todos afecta, porque todos hemos de luchar contra el "señoritismo", manifestación clara del apego al propio yo. Lógicamente, es labor prioritaria de los padres, que han de orientar todo su proyecto de vida, por encima de otros fines nobles, a la realización —lo más acabada posible— del modelo de la Sagrada Familia de Jesús, María y José. Aunque no puedan evitarse completamente algunas desavenencias entre los cónyuges, los esposos cristianos han de esmerarse en superarlas prontamente, pidiendo perdón y perdonando.
San Josemaría comprendía y disculpaba esas debilidades, porque, «como somos criaturas humanas, alguna vez se puede reñir; pero poco. Y después —añadía—, los dos han de reconocer que tienen la culpa y decirse uno a otro: ¡perdóname!, y darse un buen abrazo... ¡Y adelante! Pero que se note que ya no volvéis a tener litigios durante mucho tiempo. Y delante de los hijos, pequeños o mayores, no riñáis nunca. Aunque sean muy chicos, los niños se fijan en todo» (San Josemaría, Apuntes tomados en una tertulia, 4-VI-1974).
Este panorama estupendo, hijas e hijos míos que vivís vuestra vocación divina en el matrimonio, se manifiesta también en sacrificios generalmente pequeños, aunque a veces se os antojen grandes. La responsabilidad de sacar adelante vuestro hogar compete —al cien por cien— al padre y a la madre, en todos los órdenes. Quizá uno de los cónyuges, por exigencias del trabajo, pasará gran parte del tiempo fuera del hogar; pero al volver a casa, después de la jornada de trabajo —incluso agotadora—, no puede desentenderse de hacer grata la convivencia a los demás miembros de la familia; como no puede dedicarse a pensar con egoísmo en el propio descanso. Debéis dedicar al otro cónyuge el cariño y las atenciones a que tiene derecho, y a los hijos —sobre todo en algunas épocas más importantes de su desarrollo físico y afectivo— el tiempo y el cariño que necesitan.
Examinad, pues, hijas e hijos míos casados, vuestro comportamiento en el hogar. Pensad en cómo mejorar vuestra colaboración en los trabajos de la casa —que competen también a los hombres—; en cómo habláis con calma de cada uno de vuestros hijos, para orientarles de común acuerdo; en cómo estáis dispuestos a recortar —cuando haga falta— vuestra actividad fuera del hogar, para atender más a vuestra familia, que es ¡siempre! el mejor negocio, como aseguraba San Josemaría. Especialmente, cuando los hijos cuentan con pocos años, facilitad al otro cónyuge el cumplimiento de sus deberes cristianos, como la asistencia a la Santa Misa o a los medios de formación cristiana. Buscad los modos oportunos, ciertos de que ese esfuerzo y ese sacrificio redunda en bien de la familia entera.
En los párrafos precedentes me he dirigido más específicamente a las personas casadas, pero deseo recalcar que esos deberes y la sustancia de esos consejos se pueden aplicar a todos, pues todos somos responsables —cada una y cada uno en sus circunstancias personales— de crear y mantener a nuestro alrededor un verdadero aire y ambiente de familia. ¿Qué haces tú por los otros, excediéndote? ¿Qué interés pones en dar paz y alegría a los demás? ¿Cómo demuestras tu disponibilidad para lo que sea? En la oficina, en el taller, en el despacho, en los tiempos de descanso, ¿cómo cultivas la fraternidad, el ambiente de hogar?
Por otro lado, al escribir estas líneas, pienso de modo muy particular en el trabajo de mis hijas que se ocupan de la Administración de nuestros Centros. Precisamente porque desempeñáis, de modo muy semejante, la tarea de la Virgen en el hogar de Nazaret, ¡cuánto podéis influir, hijas mías, en la buena marcha de cada persona, de cada Centro, de cada labor, de la Obra entera, de la sociedad, con ese servicio escondido y silencioso que da sabor de familia cristiana!
De esta familia estupenda que es la Obra, he tocado dos momentos que agradezco a Dios. Hace quince días en Milán; anteayer regresé de Berlín. En las dos estancias, muchos recuerdos de la vida de nuestro Padre, que "quiere" que a toda hora, todas y todos, "hagamos familia".
Acudamos mucho a la Madre de la Iglesia y de la Obra, para que nos enseñe a difundir por todas partes los ideales de la familia cristiana, con sus diferentes consecuencias prácticas, necesarias. Si alguna vez comportan sacrificio, no olvidemos que se presentan también como una fuente inagotable de alegría: el gozo de quien no piensa en sí mismo, sino que se gasta en una entrega generosa a los demás, por Dios, como hizo Jesucristo.
Seguid rezando mucho por mis intenciones. Dios ha querido que yo sea el Padre de esta familia sobrenatural de la Obra. Yo, solo, no puedo nada; apoyado en mis hijas y en mis hijos, con la gracia de Dios, lo podré todo: omnia possum in eo, qui me confortat (Flp 4, 13). Acordaos especialmente de encomendar a los Numerarios que recibirán la ordenación sacerdotal, en Roma, el próximo día 26. Pedid al Señor que nos los haga muy santos, totalmente dedicados al servicio de sus hermanas y hermanos, y de todas las almas.
Y rezad más, mucho más, por Benedicto XVI, el Padre común de los cristianos, el Vicario de Cristo en esta gran familia de Dios sobre la tierra, que es la Iglesia Santa.
Con todo cariño, os bendice
Vuestro Padre
+ Javier
Roma, 1 de mayo de 2007.