RETAZOS DESDE VALDETUERA
EL SUSURRO DE LAS PIEDRAS
Una noche de este benigno mes de Octubre, me incorporé de la cama sobresaltado, invadido por esa angustiosa sensación de no estar ubicado en lugar conocido.
Fueron unos interminables segundos, hasta que un leve giro de cabeza me hizo fijar la mirada en la claridad que penetraba por las ventanas del balcón.
Tal vez permanecía sumido en algún sueño, o quizá eran reminiscencias de el, pero un deseo irrefrenable de salir a pasear se apoderó de todo intento de razonamiento.
Al cruzar el puente del río que da acceso a las primeras casas del pueblo, el sonido del agua deslizándose ribera abajo me permitía continuar anclado en la realidad. Mas cuando ya quedó atrás y me interné en las angostas calles, el silencio era pesado y la quietud tal que se hacía sentir la sensación de que el mundo había caducado.
Sin ser dueño de mis pasos, comencé el ascenso por la pronunciada calle de San Miguel. Apenas coronar el último de los recodos, la luz amblar me sobresaltó al iluminar con tonos antiguos los restos del castillo.
Esas piedras que tanto han visto.... guerras, sufrimientos, deambular de las gentes, y tal vez... alguna historia de amor.
La sepulcral quietud se desvaneció de repente, a la par que una extraña brisa acariciaba el rostro. Silbidos de aire gélido sorteaban mi cuerpo, mientras una desconocida fuerza me impulsaba a cerrar los ojos. Las figuras traslucidas se cruzaban entre sí a mi alrededor. Un hipnótico susurro inundaba la mente como si de canto de sirenas se tratara. Y al abrir los ojos de nuevo, allí seguían, sempiternas... las piedras.
Si alguna noche de un benigno mes de Octubre, sientes el impulso de subir al castillo, déjate guiar por el susurro de las piedras, que tanto tienen que contar.
Enrique Bermejo
EL SUSURRO DE LAS PIEDRAS
Una noche de este benigno mes de Octubre, me incorporé de la cama sobresaltado, invadido por esa angustiosa sensación de no estar ubicado en lugar conocido.
Fueron unos interminables segundos, hasta que un leve giro de cabeza me hizo fijar la mirada en la claridad que penetraba por las ventanas del balcón.
Tal vez permanecía sumido en algún sueño, o quizá eran reminiscencias de el, pero un deseo irrefrenable de salir a pasear se apoderó de todo intento de razonamiento.
Al cruzar el puente del río que da acceso a las primeras casas del pueblo, el sonido del agua deslizándose ribera abajo me permitía continuar anclado en la realidad. Mas cuando ya quedó atrás y me interné en las angostas calles, el silencio era pesado y la quietud tal que se hacía sentir la sensación de que el mundo había caducado.
Sin ser dueño de mis pasos, comencé el ascenso por la pronunciada calle de San Miguel. Apenas coronar el último de los recodos, la luz amblar me sobresaltó al iluminar con tonos antiguos los restos del castillo.
Esas piedras que tanto han visto.... guerras, sufrimientos, deambular de las gentes, y tal vez... alguna historia de amor.
La sepulcral quietud se desvaneció de repente, a la par que una extraña brisa acariciaba el rostro. Silbidos de aire gélido sorteaban mi cuerpo, mientras una desconocida fuerza me impulsaba a cerrar los ojos. Las figuras traslucidas se cruzaban entre sí a mi alrededor. Un hipnótico susurro inundaba la mente como si de canto de sirenas se tratara. Y al abrir los ojos de nuevo, allí seguían, sempiternas... las piedras.
Si alguna noche de un benigno mes de Octubre, sientes el impulso de subir al castillo, déjate guiar por el susurro de las piedras, que tanto tienen que contar.
Enrique Bermejo