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SEGUNDA
“Los caminos estrechos de antaño”

Los caminos estrechos de antaño no volvieron a ser como entonces, como pudo seguir contemplándolos en las horas del sueño inocente. Otra vez se fugaron las tardes con un halo de melancolía que acercaba sus ojos al llanto junto al brillo del sol de setiembre. Se acordó de los jueves lluviosos, del rincón donde sopla el nordeste, del lugar donde se oyen las olas, de las calas que el aire vigila. Recordó cada piedra a la orilla, las alturas de viejos cantiles, la gaviota que pasa volando, cada lancha amarrada en el puerto. Eran tiempos mejores, sin duda, pues ya nadie sabía de penas y era el hambre un recuerdo difuso de los tiempos que no se repiten. Y, aunque nada siguiera en su sitio, divisaba con buena memoria los rincones que halló, de muy joven, en los barrios del viejo villorrio.
Mil capítulos vio con sus ojos, sin haber alcanzado los doce, cuando ya se adentraba en los mares y los vientos rozaban sus manos. Mil capítulos vio con sus ojos, y los golpes de mar con galerna, las espumas del mar encrespado, los temores de los marineros. Jubilados después, aun recuerdan los ancianos que quedan las tardes de tormentas al lado del muelle. En el bar contemplaban la fuerza de ese mar poderoso que ataca, mordedor, con su furia y enfado, mientras otros tomaban un vino. Eran tiempos de lluvias y helada, de dolor, de miseria y tristeza, cuando todos cantaban canciones y olvidaban su vida tan dura. Y llegaron los coches, el ruido, los motores de fábricas nuevas, la locura de las mocedades, siempre bárbaras, siempre insolentes. Sospechó si tal vez no eran sólo las quimeras de un pobre ya viejo: los caminos estrechos de antaño no volvieron a ser como entonces.

2009 © José Ramón Muñiz Álvarez