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TURON: Se encontró mejor por su decisión de ser como otro...

Se encontró mejor por su decisión de ser como otro cualquiera de la Bandada. Ahora no habría nada que le atara a la fuerza que le impulsaba a aprender, no habría más desafíos ni más fracasos. Y le resultó grato dejar ya de pensar, y volar, en la oscuridad, hacia las luces de la playa. ¡La oscuridad!, exclamó, alarmada, la hueca voz. ¿Las gaviotas nunca vuelan en la oscuridad! Juan no estaba alerta para escuchar. Es grato, pensó. La Luna y las luces centelleando en el agua, trazando luminosos senderos en la oscuridad, y todo tan pacífico y sereno... ¡Desciende! ¡Las gaviotas nunca vuelan en la oscuridad! ¡Si hubieras nacido para volar en la oscuridad, tendrías los ojos del búho! ¡Tendrías por cerebro cartas de navegación! ¡Tendrías las alas cortas de un halcón! Allí, en la noche, a treinta metros de altura, Juan Salvador Gaviota parpadeó. Sus dolores, sus soluciones, se esfumaron. ¡Alas cortas! ¡Las alas cortas de un halcón! ¡Esta es la solución! ¡Qué necio he sido! ¡No necesito más que un ala muy pequeña, no necesito más que doblar la parte mayor de mis alas y volar sólo con los extremos! ¡Alas cortas! Subió a setecientos metros sobre el negro mar, y sin pensar por un momento en el fracaso o en la muerte, pegó fuertemente las ante alas a su cuerpo, dejó solamente los afilados extremos asomados como dagas al viento, y cayó en picado vertical. El viento le azotó la cabeza con un bramido monstruoso. Cien kilómetros por hora, ciento treinta, ciento ochenta y aún más rápido. La tensión de las alas a doscientos kilómetros por hora no era ahora tan grande como antes a cien, y con un mínimo movimiento de los extremos de las alas aflojó gradualmente el picado y salió disparado sobre las olas, como una gris bala de cañón bajo la Luna. Entornó sus ojos contra el viento hasta transformarlos en dos pequeñas rayas, y se regocijó. ¡A doscientos kilómetros por hora! ¡Y bajo control! Si pico desde mil metros en lugar de quinientos, ¿a cuanto llegaré...? Olvidó sus pensamientos de hace un momento, arrebatados por ese gran viento. Sin embargo, no se sentía culpable al romper las promesas que había hecho consigo mismo. Tales promesas existen solamente para las gaviotas que aceptan lo corriente. Uno que ha palpado la perfección en su aprendizaje no necesita esa clase de promesas. Al amanecer, Juan Gaviota estaba practicando de nuevo. Desde dos mil metros los pesqueros eran puntos sobre el agua plana y azul, la Bandada de la Comida una débil nube de insignificantes motitas en circulación. Estaba vivo, y temblaba ligeramente de gozo, orgulloso de que su miedo estuviera bajo control. Entonces, sin ceremonias, encogió sus ante alas, extendió los cortos y angulosos extremos, y se precipitó directamente hacia el mar.