Nunca más volvieron a hablar de aquel noviazgo. Siguieron amándose en el secreto de la
noche, sobre la alfombra de vellorin o en la alcoba historiada, sobre la cama de níquel, o sobre el mimbre ruidoso, al amparo del tilo. Y fue a partir de entonces cuando la viuda Dulce comenzó a enseñar al tonto Alarico a acariciarle los pechos. (Y ya estamos de nuevo frente a la doble actitud, donde todo pierde su primer sentido y la velleza se torna veneno y el fuego probablemente melancolía.)