Laureano Bayón (carpintero, tapicero, ebanista y tallador de arcas y escaños) habia entrado aquel día lluvioso del año seis en la casa de la timorata María Gloria para ponerle tapices de cretona a unas sillas antiguas. Ella estaba recogiendo unos granos de maíz desparramados por el suelo. A Laureano se le abotargó el crebro y se le encendieron las intenciones al observar aquel cuerpo inclinado, rebasando con voluptuosa arrogancia el remate de sus propias curvas, estrangulando líneas trazadas con aromas de madreselva y, como si nunca antes lo hubiera visto (juntos habían ido a la escuela), perdio el control de sus manos que (cual fina talla de ebano) comenzaron a acariciar el cuello firme, evidente, con palidez de luna, de una María Gloria que sintiió borbotear su sangre como un batir de alas numerosas que rompe el viento. Se revolvio encendida, atónita, violenta, y se encontró con unos labios ardientes que secuestraron al instante sus reproches. Del mandil llovio maíz y la remisa María Gloria Barrial se encontro envuelta en un huracan de deseo, inmolando su recato al reino febril de los besos. Laureano Bayón calcinó abstinencias hacinadas al lado de su mujer, Constantina del Pino, tísica de cuerpo y alma, sin sabor en la carne ni voluntad en los huesos. María Gloria sintió el olor a incendio en aquel pecho de helechos y se dejó quemar con extraña anuencia. Laureanbo arrastró a María Gloria hasta el cuarto de los trastos, bajo las escaleras, y allí, entre espuertas y garabatos, con olor a laurel y trozos de telarañas consiguió ella deshacerse de ropajes y vergüenzas y él, con ardor y premura, de pie, sintiendo los sacos de carboón en las espaldas, buscó el destino de sus pasiones y en él se aposentó para el resto de sus días. A partir de entonces se amaron con una constancia agobiante. Ella siguió cumpliendo con su marido. Él siguió preparándole a Constantina infusiones de agrimonia y cardo santo, tisanas de hipericón y cataplasmas de malvavisca con la resignación y el afecto de siempre.