-Santa María, madre de Dios, ruega...
Peñafonte seguía inmutable el paso del tiempo mientras sus gentes, indiferentes, inconscientes, asistían a sus propias mutaciones, internas y externas, continuas, implacables, pues aquel hombre que observa un movimiento inédito, que siente un desconocido temblor en su alma, es ya otro hombre y toda vivencia nueva, o no tan nueva, como ese leve temblor de la brisa temprana sacudiendo los párpados, le añade siempre algo que lo hace distinto. Y a veces toma el hombre conciencia de sí mismo (como le estaba pasando al viejo Tomás Chanzaina al observar las lágrimas de su hija Amelia, recién llegada, que brotaban de sus ojos marinos, sin rozar apenas sus mejillas, como torrentes enloquecidos), pero las más de las veces no percibe el hombre ese cambio constante en su esencia (y así le estaba ocurriendo a Amelia, que ofuscada por el llanto no percibía los cambios que en ella se estaban produciendo). Y ésta es la dialéctica de todo lo que en la tierra es real (aunque a primera vista no lo parezca) y su indefectible juego de relaciones e interferncias, que no habría de quedar sin consecuencias este constante trajín de causas y efectos.