EL PANTEÓN DE LOS MENCEYES GUANCHES DE ICODEN. Descendiendo por una cuesta empinada hasta las afueras del
pueblo, caminamos hacia el
mar hasta que llegamos a un terreno abrupto, desnudo y sin cultivar y cubierto de
rocas y
piedras, de hecho, un malpaís, en cuyo centro descubrimos una cabaña que pertenecía a un viejo. Dos muchachos que ayudaban al hombre con su pequeña granja, se sentaron con Lorenzo frente a la
casa y comenzaron a partir trozos de
pino para usar como antorchas. También nosotros nos sentamos y admiramos la vista, que se merecía una casa mejor que esta cabaña. Delante se mecía una
palmera y a lo lejos se divisaba el mar. Junto a la cabaña había varios pequeños montones de piedras sobre los que habían colocado jarros llenos de
agua. La escena era novedosa y pintoresca: los muchachos con las piernas descubiertas y pantalones y camisas blanco, el viejo, rudo y desaseado, la resinosa madera de pino atada en manojos con junquillos verdes, los jarros rojos de agua, un gato persiguiendo un lagarto, detrás el Teide y delante el mar azul. Tuvimos cierta dificultad para encontrar la entrada de la
cueva, que desciende verticalmente en la tierra. Una losa de
piedra, similar a muchas otras de los alrededores, cubre la entrada, que tiene unos cuatro pies de ancho por dos y medio de alto. Nos deslizamos dentro por la estrecha abertura y, con las antorchas de pino encendidas, avanzamos en el orden siguiente: unos de los muchachos iba primero con una antorcha, después Lorenzo, con otra que mantenía a nuestros pies mientras caminábamos a tientas tras de él, y el otro muchacho con una antorcha cerraba la comitiva. Tras avanzar una distancia corta, unas quince yardas, la cueva se desviaba de repente a la izquierda y bajaba bruscamente. El suelo estaba nivelado durante un tramo, tras el cual volvía a descender de forma continua a la vez que el techo se elevaba, formando varias cámaras abovedadas de veinte pies de altura.