Está sacando la sotana de la percha, a la manera de los seminaristas mayores: Brazos hombros y botones delanteros hasta la cintura abiertos, y faldón vuelto al revés abotonado. Se la va a poner, pero recuerda a lo que le ha dicho el Rector:
“¬ Puedes asearte y quizás-cambiarte-la-camisa-tú- verás”
Así que esto es lo que hace. Comprueba que tiene razón el Dr. Altés, en cuanto se refería a cambiarse la camisa que veterana de una semana, relucía de cuello, como si de un alza cuello de plástico gris se tratara. Busca inútilmente otra en el ropero, hasta que recuerda que su bolsa de ropa limpia no ha llegado esta semana. Opta por ponerse un suéter de cuello alto a pesar de que la lana áspera le irrita la piel. Trata de aplastarse su rebelde mechón de pelo, aunque sin insistir mucho. Recuerda que el seminarista mayor que lo instruyó, antes de entrar al seminario, le hizo la foto con este mismo suéter, que la panadera diera a su madre, herencia del niño que se le murió. Le está un poco corto de mangas; pero a él le gusta así. Y no le importa vestirse con ropa de un chico muerto.
Con la impresión de haberse adecentado, baja del dormitorio, y va rezando una jaculatoria a María, sin saber bien por qué, mientras se acerca a la sala de visitas. “Mater Dei Estella Maris.. Regina coelis.” Va diciendo cuando abre la puerta del salón recibidor. El corazón le da un vuelco:
¬ ¡Vaya por Nuestro Señor! ¡Esto sí que es una sorpresa!
¬ Hola Justo. Dicen las tres chicas al mismo tiempo.
¬ ¿Es a ustedes y a ti hermana a quien debo enseñar el Seminario? ¿Qué broma es esta?
¬ ¿Por qué lo interpreta como una broma?
Pregunta la acompañante de Marina hermana de Justo.
¬ Porque si bien recuerdo, no es la primera vez que han visitado.
¬ Ya lo sé. Pero sepa usted, que en nuestro internado, también nos interesamos por los futuros sacerdotes, y cómo estudian, viven... Tenemos en perspectiva hacer una visita de grupo y me han mandado a mí para preparar...
¬ Pero si ya ha visitado varias veces con mi hermana todo esto. Y conmigo.
¬ Quiero verlo otra vez. ¿Le sabe mal? ¿Le molesta? Una servidora no sabía... Yo pedí que alguien, bueno no yo: “La Madre Perfecta” Pidió que delegaran algún chico, ¡perdón! Clérigo...
¬ Conque diga seminarista es suficiente.
¬ Que delegaran un seminarista entendido, o experto en estas visitas. No sabíamos que recaería en usted el encargo. Aunque si me hubieran consultado, yo hubiese pedido que fuera usted. Porque, porque...
¬ ¿Por qué – porqué, Señorita?
¬ ¡Ah! Debo estar confundida. Yo pensé que me encontraba usted a su...
Un gesto de rechazo, apenas perceptible, consigue detener aquella inoportuna declaración. Justo mira con temor hacia la puerta. El portero, debe estar por allí cerca, y con la oreja tendida hacia el salón de las visitas.
¬ Es que como cuando vino al internado, dijo aquello sobre “que si sus ojos” Los míos claro...
¬ ¡Ya le dije que fue una broma tonta! Perdóneme ese aticismo estúpido. Estúpido en boca de un seminarista.
En aparte, Justo pide ayuda al cielo: “Et ne nos inducas in tentatione ad libera nos a malo”
Carmen se acerca un poco más a Justo, al oírlo marmotear, y en voz baja también le pregunta:
¬ ¿Qué?
¬ Estaba rezando: Señor, no nos induzcas en la tentación, líbranos del mal.
Carmen sonríe levemente, mientras se detiene a mirar a aquel muchacho, que se debate entre tantas trabas y sus impulsos.
¬ ¿Nos va pues a enseñar todos los recintos? O vamos a seguir aquí diciéndonos preciosidades y rezando cosas raras en latín.
¬ Pax, Señorita Subirats. Les volveré a enseñar cuanto gusten de ver.
¬ Sí pero de muy mala gana.
¬ Pax. ¿Habrá pax, si le confieso que no lo voy a hacer de mala gana? ¿Quiere que empecemos por las cocinas?
¬ No sé cocinar.
¬ Pues debería... ¡Perdón! No soy quién para...
¬ Sí, sí: diga ¿Qué debería? ¿Y usted? ¿Qué debería? O mejor ¿qué no debería hacer?
¬ Yo debería prohibirle a mi hermana que se plantara aquí fuera del tiempo de las visitas, por el mero hecho de estar en el internado pasando una tan feliz como innecesaria convalecencia. Debería recomendarle que me avise, que para eso hay teléfonos, por si estoy en clase o estudiando.
Carmen Subirats se ha plantado delante del seminarista, acortando las distancias hasta un límite imprudente, y le mira con fijeza. Algo se está quebrantando en el pecho del joven. Algo le está gritando en su subconsciente que todo aquello no es normal. Dientes apretados, manos caídas, embutidas entre el cinturón y el guardapolvo, Justo distrae su mirada por la gran plaza de entrada a la Conrería.
¬ Bueno, señoritas – Corta el lapsus Justo, mirando molesto a su hermana: ¿Por donde quiere que empecemos esta vez la visita?
¬ Sorpréndanos un poco; porque la verdad es... que... Yo no tengo preferencia, usted mismo. ¿No me queda algo por ver de mis precedentes visitas?
¬ Pues... – Empieza Justo a decir, mientras reflexiona qué puede interesar a unas mozuelas pintureras, de aquel soso mundo de ensotanados.
¬ Es que ya le dije, que ¿Cuántas veces ha visitado con mi hermana y con su cuñada? No sé qué le puede interesar de nuestras vidas y costumbres a unas colegialas, que acaso vendrán sólo a ver si olemos a cera de cirios o en la mejor suposición, a incienso chamuscado.
¬ Ya le he dicho que en el internado, proyectábamos una visita para ver las clases, las capillas, las imágenes devotas... Bueno: También nos gustaría conversar con algunos de los seminaristas, para comparar estudios, juegos, y otras distracciones. Así que como no teníamos otra cosa que hacer, he aprovechado que Marina...
¬ -Y ¿Trae ya una lista de los seminaristas esos, con los que desea conversar?
¬ - La verdad es que yo, ya sé todo eso por las veces que le he visto a usted. Pero para mis compañeras de internado, ¡No se vaya a enfadar otra vez! Ustedes les parecen bichos raros.
¬ ¡Bichos raros! ¡Ala!
¬ No, si ya veo que se está enfadando... Pero a lo mejor todos los otros seminaristas no son como el aquí presente.
¬ Sí; y lo somos. Unos más que otros, claro. Yo el peor. Sin embargo, hubiese sido más acertado que fueran al parque de la Ciudadela, a ver los monos que son muy, pero que muy monos y tan raros o más que nosotros.
Esto diciendo, Justo infló los carrillos, se puso de cuclillas rascándose los sobacos e imitando los gritos de los chimpancés. Luego siguió avanzando hacia la gran plaza sin esperar a ver la reacción que sus pantomimas suscitaban en las jóvenes. Riendo por la ocurrencia de Justo, le siguen M. Rosa, Carmen y Marina, ambas se acercan al parapeto que domina la carretera y la terraza jardín que sirve de parque a la tortuga Quelonia.
¬ Quedaos aquí, que yo... -Se sorprende Justo de tutear a las muchachas y rectifica – Quédense aquí...
¬ Puedes tutearnos; A mí no me importa y me agrada que lo hagas. Y a tu hermana no la tratarás de usted ¿Verdad? ¿Os lo impone alguna regla conciliar?
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