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ALAMILLO: Nunca habría imaginado que iba a volver a hollar lo...

Nunca habría imaginado que iba a volver a hollar lo pies en el pueblo de mis padres. Aunque fueran digitales como estos (los pies).
La distancia, la falta de una hacienda donde acudir, el desapego que genera el paso del tiempo, ese tiempo que se estira y encoje como una materia elástica acercando y alejando los recuerdos juveniles de forma caprichosa.
Pero esta tierra –la vuestra- donde vivís y veraneáis, donde hacéis muñecas y las quemáis, llenáis de gachas las cerraduras y donde pleiteáis entre vosotros como es normal pleitear entre hermanos en esta España nuestra desde los tiempos de la Guerras Carlistas, si no desde antes. Esta tierra, decía, también es un poco la mía, pues seguramente los padres y hasta los abuelos de los míos vieron la primera luz en ese valle sureño de Alcudia, y en esas enjalbegadas calles de Alamillo.

Nuestros padres.
La diáspora de los sesenta centrifugó a un buen número de ellos hasta encaramarlos en tristes andamios de Valencia o Bilbao, o a catacumbarlos en tétricos talleres de Madrid o Barcelona. Nos tuvieron luego a nosotros en las barriadas de las grandes urbes, pero no podían sino legarnos lo que se habían traído de su tierra, lo que “eran”: sus voces, las costumbres que llevaban tatuadas al espíritu, las canciones (esos villancicos de tonada mozárabe que mi madre tan bien cantaba), la gastronomía de Pascua, o simplemente la de pastores. Y así, crecimos como niños que comían migas en plena metrópoli, que gustaban de las peyuelas y el ajoblanco, o que soñaban con buñuelos cuando paseaban por las Gran Vías de sus ciudades. Decíamos “voy “anca” la tía, o no digas “tonturas”; y cuando acabábamos los cursos en aquellos colegios urbanos, esperábamos con ansiedad que llegaran las vacaciones del padre para embutirnos a primeros de agosto en un cientoveintisiete, en un ochocientoscincuenta, o en un R-5 que durante siete u ocho horas nos trasladaría a un paisaje mágico, amarillo, verde y blanco, cal, encinas y eras; boñigas por las calles adoquinadas, y cascos de caballo por las madrugadas, pozos de El Mesón o de Las Eras, y baños furtivos en las albercas o en el Puente La Arena. Carritos de mano por las calles hasta llevar los cántaros al chorro donde guardar cola para conseguir el ansiado agua que consumiríamos en botijos de evocador sabor a barro.

No sabíamos nada de inviernos o de primaveras. Lo nuestro era la canícula aterradora de Ciudad Real. Alguna providencial tormenta que levantaba aquel olor a tierra mojada que nunca hemos vuelto a sentir de igual manera. Y la vuelta al cemento en septiembre, con el corazón palpitando aún por los amigos dejados, y por las aventuras infantiles que habían tenido lugar en un muy, muy lejano confín del mapa.

Desde que encontré el foro, me he apostado en silencio y he leído vuestro mensajes, vuestras búsquedas de paisanos, tiros al aire del corazón en busca de los orígenes; desgarradores gemidos desde el asfalto añorando la trilla y el encinar, el rebaño y las fiestas de santo.
A mí me quedan los recuerdos estivales de aquellos veranos de los setenta y ochenta. He aquí un ramillete.

•La tienda de la Elisina. Yo apenas me alzaba tres palmos. Alguien me prueba sombreros de paja. Toda la tienda atestada de cachivaches. Me siento en una silla de mimbre. Noto la afabilidad de los tenderos hacia mis padres. A pesar de mi liviano peso, cede la enea del asiento y doy conmigo en el suelo.

•La casa de La Benita, inmensa (ella, La Benita) y de luto siempre. El frescor de los zaguanes de las casas, empedrados y regados, tras las puertas de madera de dos hojas. Los corrales atestados de geranios, con sus pozos y su cal cegadora. El nuestro tenía una parra. Los gatos acechando o dormitando. La violenta luz del día reflejada en el adobe enjalbegado. Las avispas. El ulular de un pavo no muy lejano. Los murciélagos saliendo de farra al atardecer. Mi padre me lleva a presenciar la matanza de un chivo. La sangre. El grito del animal.

•Jugando al pin-pón en el obrador de la panadería de la calle Retamar. No recuerdo el nombre de los niños que me acompañaban. Tres. Uno de ellos tendría que ser el hijo del dueño. Los sacos de harina. El embriagador aroma de aquel momento.

•Mis amigos inolvidables de dos o tres veranos consecutivos: el Cuchara, el Peine, el Francés, el Buey, el Sordo, todos con el mote de su raigambre. Y como no, last but not least, El Erizo. El mejor de todos ellos. La carretera tibia aún de calor bajo el cielo estrellado. Socializando melones a la luz de la luna, o tirándonos vestidos a la alberca de Juanillón. Las primeras cervezas, los primeros pitillos, y hasta los primeros porros. El verano del 82 con Miguel Ríos en todos los altavoces. Los Católicos. Cómo no.

•La discoteca Sandor´s, con su oráculo musical en Mariano, que nos abría las orejas con las novedades de iuquei y de iuesei.

En fin. Este foro de Alamillo, que me ha devuelto aquellos tiempos que casi tenía olvidados. Este niño de Alcudia que tan bien alardea de su origen y que lleva a la majá, a todos nosotros, por la cañada de nuestras raíces. Y que ya está, que llevo varios días acaparando el dichoso foro con poemita arriba poemita abajo, y yo lo que quiero es estar callado (aunque cualquiera lo diría) mientras les leo a ustedes.
Vale.
Respuestas ya existentes para el anterior mensaje:
me encanta como as reflejado el pueblo tal ycomo hera. yo vivi esa epoca en el pueblo, era tal como lo cuentas, yo e estado en esa tienda, la benita que te puedo decir de la chacha benita, muy buena persona como toda su familia, aunque tengo que confesar que a veces cuando entraba en su casa me dava un poco de miedo la discoteca de mariano tambien la conoci la panaderia que dices y ese olor apan tan rico mi casa tambien tenia el empedrao desde la puerta de la calle asta la puerta del corral y me ... (ver texto completo)