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ALDEA DEL REY: En la isla de las rosas reinaba la estatua solitaria....

En la isla de las rosas reinaba la estatua solitaria. Era un lu-gar alejado de los afanes del conocimiento y de la competencia. Para arribar allá era preciso poseer la inocencia de los niños. La barca que comunicaba la isla con el resto del mundo tenía las cuadernas y los remos repujados de plata del color de la luna.
Allá se encaminó Koldan un buen día.
Estando en la judería de Praga, alguien le dijo que la estatua de la isla de las rosas era la imagen perfecta de su amada soñada.
Koldan estudiaba filosofía y teología en la universidad de Innsbruck, y era algo crédulo.
Alcanzó la orilla del mar, y hubo de amasar su corazón co-mo el de un niño; de no ser así, la barca repujada de plata no acudiría a su encuentro y no vería su sueño realizado. No fue senci-llo volver a sentir y pensar como una vez lo hiciera. Pero al cabo su sacrificio halló su justa recompensa: la barca repujada de plata vino a su lado, y lo condujo a la costa de la isla de las rosas.
Koldan se abrió paso entre una selva de rosas, tan altas co-mo él mismo y ninguna con espinas. Así ganó el centro de la isla, donde todas las leyendas ubicaban la estatua.
Koldan cayó de rodillas, y acto seguido levantó la mirada. Una roca desnuda se erguía delante de él; nada más que eso.
–No busques tu sueño en la impersonalidad de las piedras –oyó que le decía una brisa fragante que se deslizaba entre las flo-res–. Tu sueño es una mujer viva y no una estatua que nunca ha existido.
Koldan miró impávido las rosas, y dijo:
–Sólo he encontrado de mi mujer soñada el perfume... Me basta para no seguir agotándome con nuevas búsquedas.
Entonces se quedó a vivir en la isla de las rosas, y fue él quien talló en la roca desnuda la imagen de la mujer que ocupaba sus sueños.
Era muy viejo cuando decidió dejar la isla de las rosas y re-gresar al resto del mundo. Para entonces también había envejecido la mujer de sus sueños, y asimismo el musgo encubrió por completo las facciones de la estatua.
«Ojalá nunca hubiera tenido la facultad de soñar –se dijo compungido–; así no habría malogrado mi capacidad para vivir.»
El jardinero de las nubes.
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