Hace no mucho tiempo, como me aburría en mi tiempo libre, me iba tordas las tardes del mes de abril al Jardín Botánico. Era fantástico, porque en medio de ese eximio milagro de la Naturaleza mis pensamientos se acallaban de un modo agradable. Me convertía en hoja de ailanto, en chorro de fuente, en aire embalsamado, en fugitivo sol urbano. Veía en las galerías exposiciones de las plantas extinguidas en las selvas amazónicas, como consecuencia de los incendios provocados por la insensatez humana, plantas que contenían valiosos principios activos para luchar contra enfermedades tan terribles como el tifus y el cólera. Pero lo que más me gustaba era irme al rincón más recogido del jardín y tumbarme boca arriba en un banco de piedra. Mis ojos se recreaban entonces contemplando el vistoso diorama de chispas de luz y sombras frescas de la bóveda de ramas esplendorosas que me cobijaba. Los pájaros emitían sus arpegios de las tardes abrileñas.
En un momento dado, mis párpados se cerraban y notaba que me subía por el pecho una arcada de vida. ¡Qué buen escenario para haber encontrado la felicidad! No me venían a las mientes pensamientos de Aldea, porque entonces Aldea significaba poco para mí en mitad de mi destierro.
Luego me iba a los tinglados que fueron de la Cuesta del Moyano y hojeaba libros, libros, libros, bajo los castaños de Indias del Paseo del Prado. Tampoco en esta ocasión pensaba en Aldea; mis pensamientos estaban como amordazados ante lo sublime. Sólo percibía que allí el canto de los pájaros era el mismo que en la Higuera.
Durante aquel mes de abril llegué a hacerme muy conocido entre los vigilantes del jardín; me saludaban casi efusivamente. Todas las tardes acudía sin falta, excepto una en que fui a la inmensa necrópolis de la Almudena para buscar la tumba de un amigo que ya se fue.
Por otra parte, en otoño me gustaban los Jardines de Sabatini, y desde allí me quedaba extasiado viendo en lontananza las estatuas que adornan la fachada del Palacio Real. En el estanque me miraba el rostro y me daba apuro imaginar lo que había detrás de mis ojos tristones.
Luego llegaba la noche, y la inocencia era bálsamo para las heridas de la soledad. El sueño me asediaba lejos de mi vieja cama niquelada de Aldea.
Dicen, sin embargo, que la vida es un sueño.
El jardinero de las nubes.
En un momento dado, mis párpados se cerraban y notaba que me subía por el pecho una arcada de vida. ¡Qué buen escenario para haber encontrado la felicidad! No me venían a las mientes pensamientos de Aldea, porque entonces Aldea significaba poco para mí en mitad de mi destierro.
Luego me iba a los tinglados que fueron de la Cuesta del Moyano y hojeaba libros, libros, libros, bajo los castaños de Indias del Paseo del Prado. Tampoco en esta ocasión pensaba en Aldea; mis pensamientos estaban como amordazados ante lo sublime. Sólo percibía que allí el canto de los pájaros era el mismo que en la Higuera.
Durante aquel mes de abril llegué a hacerme muy conocido entre los vigilantes del jardín; me saludaban casi efusivamente. Todas las tardes acudía sin falta, excepto una en que fui a la inmensa necrópolis de la Almudena para buscar la tumba de un amigo que ya se fue.
Por otra parte, en otoño me gustaban los Jardines de Sabatini, y desde allí me quedaba extasiado viendo en lontananza las estatuas que adornan la fachada del Palacio Real. En el estanque me miraba el rostro y me daba apuro imaginar lo que había detrás de mis ojos tristones.
Luego llegaba la noche, y la inocencia era bálsamo para las heridas de la soledad. El sueño me asediaba lejos de mi vieja cama niquelada de Aldea.
Dicen, sin embargo, que la vida es un sueño.
El jardinero de las nubes.