Anoche, estando en mi lecho presa de cierto desasosiego, oí cómo las gotas de lluvia impactaban sobre los tejados de Madrid. No es que quisiera hacer oficios de Diablo Cojuelo, pero en ese momento me hubiera sido grato recorrer la urbe matritense saltando de tejado en tejado. Me adormecí con el grato pensamiento de que al día siguiente la jornada sería lluviosa.
Nada más lejos de tales previsiones: por la mañana lucía un sol espléndido, si bien el azul del cielo estaba moteado de nubes blancas y aborregadas, inmensas como catedrales. Por la ventana penetraba una brisa rezumante, una fresca brisa de primavera, perfumada por la lluvia de la pasada noche. Esa tarde me aguardaba un paseo delicioso. Fue agradable trabajar bajo tan favorables auspicios.
Tras la comida, tomé el metro y me enteré del socavón que se había producido en la línea 2, entre las estaciones de Banco de España y Ópera. Yo me apeé en la estación de Callao, y en el exterior me encontré con un rebaño de mis nubes favoritas: blancas de algodón, con las panzas levemente ensombrecidas y un halo de luz solar por toda su cresta. Las aletas de mi corazón se desplegaron al unísono.
Estuve mirando libros en la FNAC. Rodeado de libros me siento como en un balneario, relajado y sin penas en la mente. Me encanta el tacto, la forma, el olor y el color de los libros. Me encanta absorber con mis ojos la letra impresa; es alimento para mi mente y mi corazón. Miguel de Unamuno (1864-1936) dejó dicho: "Leer mucho es uno de los caminos de la originalidad; uno es tanto más original y propio cuanto mejor enterado está de lo que han dicho los demás". Mis ojos ejecutan una danza placentera entre los anaqueles repletos de libros. Me siento como pez en el agua, como albatros sobrevolando las olas del mar, como astro en el santuario de los cielos. La economía no me permite hacerme con todos los libros que quisiera, pero con uno solo siento que puedo abrazar el universo. Suscribo las palabras del sabio oriental Omar Khayyan (1040-1121): "Cúbrete con el manto de la pobreza. Los viandantes no te saludarán, pero oirás cantar en tu corazón todos los ruiseñores del cielo". En el caso que nos ocupa, el libro que he comprado se titula "Vida y destino" de Vasili Grossman (1905-1964). Lo he estado hojeando y verdaderamente promete. Algunos críticos lo han considerado el "Guerra y Paz" de la Segunda Guerra Mundial. A mí me ha despertado el interés porque, según parece, se trata de una saga familiar que alcanza su punto álgido con el dramático telón de fondo de la batalla de Stalingrado. Curiosamente, este autor fue el primero en dar la noticia al mundo de la existencia de los campos de exterminio nazis.
Después me di un paseo por la Calle del Arenal, que en fechas recientes han hecho peatonal. Me pidió limosna una mendiga que tenía los brazos patológicamente cortos, y me avergüenzo de no haber detenido mi marcha para haberle dado algo. Estoy muy lejos de alcanzar la perfección en mis pretensiones cristianas.
Poco después tomé el Pasaje de San Ginés, y me deleité con la vista de una añosa librería, una tienda de artículos de filatelia y numismática, una tentadora y fragante chocolatería, un acogedor restaurante y una ostentosa tienda de artesanía religiosa; casi sentí vergüenza ajena al ver una sotana y una capa pluvial bordadas con hilos de oro, eso sin hablar de las costosísimas custodias y demás menaje litúrgico. Sigo opinando y siempre opinaré que la predicación del Evangelio no precisa de tales dispendios. El pasaje, debido a su estrechura, tenía los muros revestidos de una suave penumbra.
La luz de la tarde me aguardaba, junto con mis legiones de nubes primaverales, al desembocar en la Plaza Mayor. Una bandada de palomas revoloteaba sobre la estatua ecuestre de Felipe III. Un momento maravilloso. Se veían nutridos grupos de turistas tumbados sobre los adoquines de la plaza, cuyo polvo había sido barrido por la lluvia de la noche anterior; cualquiera que viera a estos turistas pensaría que talmente se encontraban en la playa, disfrutando de la caricia del sol y del viento primaveral. Normalmente, siempre que he ido a la Plaza Mayor la he atravesado raudamente; esta vez sentí la necesidad de hacer más pausado mi tránsito por tan hermoso lugar. Había mucha gente con la mirada puesta en el cielo y en los tejados de la plaza; se percibía en el aire una magia contagiosa.
Tras mi rapto de fascinación inicial, tomé sentido hacia el arranque de la Calle de Toledo. Allí me topé con un pintor callejero. Sus cabellos eran rojos como los de Vincent Van Gogh (1853-1890), aunque las canas de las sienes les conferían a los mismos un cierto matiz arenoso. Tenía a la venta cuadros de paisajes madrileños, de molinos y escenas Quijotiles, de montes nemorosos y lagunas verdes, de playas rocosas y brumosos horizontes marinos, de bodegones y escenas de caza... También se alquilaba para realizar retratos al natural, y precisamente le veía empleado en uno, dejando entrever la misma concentración que un cortador de diamantes. El modelo era un niño de pocos años, al cual le estaba costando Dios y ayuda mantener la estabilidad de la pose.
Luego he descendido por toda la Calle de Toledo hasta alcanzar el puente del mismo nombre sobre el esquilmado río Manzanares. Río ultrajado por causa de las obras mastodónticas que se han llevado a cabo en la M-30... El viento ha azotado mi rostro con espinas de barba. El sol ha iluminado mi camino, y he cogido la escalera del arco iris para auparme de nuevo a la cima de las nubes.
El jardinero de las nubes.
Nada más lejos de tales previsiones: por la mañana lucía un sol espléndido, si bien el azul del cielo estaba moteado de nubes blancas y aborregadas, inmensas como catedrales. Por la ventana penetraba una brisa rezumante, una fresca brisa de primavera, perfumada por la lluvia de la pasada noche. Esa tarde me aguardaba un paseo delicioso. Fue agradable trabajar bajo tan favorables auspicios.
Tras la comida, tomé el metro y me enteré del socavón que se había producido en la línea 2, entre las estaciones de Banco de España y Ópera. Yo me apeé en la estación de Callao, y en el exterior me encontré con un rebaño de mis nubes favoritas: blancas de algodón, con las panzas levemente ensombrecidas y un halo de luz solar por toda su cresta. Las aletas de mi corazón se desplegaron al unísono.
Estuve mirando libros en la FNAC. Rodeado de libros me siento como en un balneario, relajado y sin penas en la mente. Me encanta el tacto, la forma, el olor y el color de los libros. Me encanta absorber con mis ojos la letra impresa; es alimento para mi mente y mi corazón. Miguel de Unamuno (1864-1936) dejó dicho: "Leer mucho es uno de los caminos de la originalidad; uno es tanto más original y propio cuanto mejor enterado está de lo que han dicho los demás". Mis ojos ejecutan una danza placentera entre los anaqueles repletos de libros. Me siento como pez en el agua, como albatros sobrevolando las olas del mar, como astro en el santuario de los cielos. La economía no me permite hacerme con todos los libros que quisiera, pero con uno solo siento que puedo abrazar el universo. Suscribo las palabras del sabio oriental Omar Khayyan (1040-1121): "Cúbrete con el manto de la pobreza. Los viandantes no te saludarán, pero oirás cantar en tu corazón todos los ruiseñores del cielo". En el caso que nos ocupa, el libro que he comprado se titula "Vida y destino" de Vasili Grossman (1905-1964). Lo he estado hojeando y verdaderamente promete. Algunos críticos lo han considerado el "Guerra y Paz" de la Segunda Guerra Mundial. A mí me ha despertado el interés porque, según parece, se trata de una saga familiar que alcanza su punto álgido con el dramático telón de fondo de la batalla de Stalingrado. Curiosamente, este autor fue el primero en dar la noticia al mundo de la existencia de los campos de exterminio nazis.
Después me di un paseo por la Calle del Arenal, que en fechas recientes han hecho peatonal. Me pidió limosna una mendiga que tenía los brazos patológicamente cortos, y me avergüenzo de no haber detenido mi marcha para haberle dado algo. Estoy muy lejos de alcanzar la perfección en mis pretensiones cristianas.
Poco después tomé el Pasaje de San Ginés, y me deleité con la vista de una añosa librería, una tienda de artículos de filatelia y numismática, una tentadora y fragante chocolatería, un acogedor restaurante y una ostentosa tienda de artesanía religiosa; casi sentí vergüenza ajena al ver una sotana y una capa pluvial bordadas con hilos de oro, eso sin hablar de las costosísimas custodias y demás menaje litúrgico. Sigo opinando y siempre opinaré que la predicación del Evangelio no precisa de tales dispendios. El pasaje, debido a su estrechura, tenía los muros revestidos de una suave penumbra.
La luz de la tarde me aguardaba, junto con mis legiones de nubes primaverales, al desembocar en la Plaza Mayor. Una bandada de palomas revoloteaba sobre la estatua ecuestre de Felipe III. Un momento maravilloso. Se veían nutridos grupos de turistas tumbados sobre los adoquines de la plaza, cuyo polvo había sido barrido por la lluvia de la noche anterior; cualquiera que viera a estos turistas pensaría que talmente se encontraban en la playa, disfrutando de la caricia del sol y del viento primaveral. Normalmente, siempre que he ido a la Plaza Mayor la he atravesado raudamente; esta vez sentí la necesidad de hacer más pausado mi tránsito por tan hermoso lugar. Había mucha gente con la mirada puesta en el cielo y en los tejados de la plaza; se percibía en el aire una magia contagiosa.
Tras mi rapto de fascinación inicial, tomé sentido hacia el arranque de la Calle de Toledo. Allí me topé con un pintor callejero. Sus cabellos eran rojos como los de Vincent Van Gogh (1853-1890), aunque las canas de las sienes les conferían a los mismos un cierto matiz arenoso. Tenía a la venta cuadros de paisajes madrileños, de molinos y escenas Quijotiles, de montes nemorosos y lagunas verdes, de playas rocosas y brumosos horizontes marinos, de bodegones y escenas de caza... También se alquilaba para realizar retratos al natural, y precisamente le veía empleado en uno, dejando entrever la misma concentración que un cortador de diamantes. El modelo era un niño de pocos años, al cual le estaba costando Dios y ayuda mantener la estabilidad de la pose.
Luego he descendido por toda la Calle de Toledo hasta alcanzar el puente del mismo nombre sobre el esquilmado río Manzanares. Río ultrajado por causa de las obras mastodónticas que se han llevado a cabo en la M-30... El viento ha azotado mi rostro con espinas de barba. El sol ha iluminado mi camino, y he cogido la escalera del arco iris para auparme de nuevo a la cima de las nubes.
El jardinero de las nubes.