ENSOÑACIÓN DE UNA TARDE DE FEBRERO
Las últimas semanas del invierno el tiempo atmosférico ha ido mudando su semblante desapacible. Tres clases de colores se aprecian en las flores de los almendros del Berrocal, me informa mi amigo Feliciano Moya en su último correo. Y noto que en su alma de artista bulle la esperanza de contemplar por nuestros campos el despliegue de un verdor que recuerda al del césped inglés; noto en sus letras un entusiasmo vernal, una querencia de hacerse onda de las alfombras de espigas cuando aún el amarillo no sucede al sangrar de las amapolas. Era domingo de carnaval, había diversión por las calles de Aldea y nuestros amigos Feliciano Moya y Santiago Ciudad sólo contemplaron el desfile de las flores de almendro en unos parajes por demás solitarios. Cuando se ha sufrido, la simple vista de un árbol florido nos reconcilia con la vida. Sí, amigos, el sufrimiento dificulta encontrar el amor por la vida... Me hubiera gustado acompañaros en vuestra recepción de los simples milagros que la Madre Naturaleza nos ofrece al precio de nada. Esta mañana, en un erial (sitio poco idílico), he visto un arzollo con flores rosadas, y no he pedido más en ese momento de oración. He imaginado vuestra compañía, y he creído que la vida me había acercado a vuestra amistad.
Otra amiga fue a la Higuera el domingo pasado, y tampoco se encontró a nadie. La Higuera, que fuera el santuario de mi juventud. Durante ese tiempo de proyectos e ilusiones no hice por ganarme el afecto y la amistad de las gentes que me rodeaban. Empero, conozco el poder que reside en el paraje de la Higuera. Los balidos lejanos del ganado; el arroyo que llora la ausencia del agua de antaño; los amortiguados sonidos de los vehículos que transitan la carretera de Puertollano; las nubes que despiden oblicuos haces de oro solar; el cerro perfumado de rocas mohosas y adustas plantas. La soledad y la canción del agua cautiva; la lluvia intempestiva y los caballones de barro verdoso. Siempre la soledad… Sí, querida amiga, yo también hubiera compartido tu merienda, y acaso en una zancada de las botas de siete leguas Santiago y Feliciano hubieran podido acompañarnos, pues a nuestros ojos les sería dado mirar en sentido al Berrocal. Tal es la dulce vida imaginada, sin esos tropiezos que los humanos hemos creado para amargar el tiempo que nos ha sido concedido bajo el sol.
Y ahora, Dios amado, si encuentras fuentes en mis ojos, deja que broten cual río de emoción. Nunca pude imaginarlo. Las fuentes querían asomar, pero las piedras del sendero de la vida le cortaban todo acceso. Hoy es una verdad, y acaso mañana se torne en simple fingimiento. Así fue ayer y más ayer aún. Siempre han regresado las flores de los almendros, pero las flores del afecto perecieron ahogadas tras la niebla de la melancolía no comprendida. Ayer había rostros, y hoy sólo puedo ver las flores del espino blanco e imaginar que conozco a los que me llaman desde la otra orilla del río de la existencia. ¿Puede ser verdad cuando ayer no lo fue? Sabes tú, Dios amado, lo que me hubiera gustado haber visto cuajada tan sólo una flor del ayer… Pero un jardinero de nubes juega con vapor, y el vapor siempre se disipa tras adoptar formas caprichosas; se disipa, y vuelve la soledad del principio. Por eso las praderas del cielo son solitarias, como los campos de Aldea en estos tiempos de diversiones prediseñadas a golpe de bando, tradición y costumbre.
Gracias por la nueva ilusión. No harás, Dios mío, del vapor una flor perenne. Yo te pido que seas para ellos lo que eres para mí. Sufro y siento la derrota… pero tus brazos siempre me levantan. Y tú serás el último en olvidarme, si es que te es dado olvidar a la obra de tus manos.
Ilustración: “Almendros al atardecer”, de Feliciano Moya.
El jardinero de las nubes.
http://eljardinerodelasnubes. blogspot. com/
Las últimas semanas del invierno el tiempo atmosférico ha ido mudando su semblante desapacible. Tres clases de colores se aprecian en las flores de los almendros del Berrocal, me informa mi amigo Feliciano Moya en su último correo. Y noto que en su alma de artista bulle la esperanza de contemplar por nuestros campos el despliegue de un verdor que recuerda al del césped inglés; noto en sus letras un entusiasmo vernal, una querencia de hacerse onda de las alfombras de espigas cuando aún el amarillo no sucede al sangrar de las amapolas. Era domingo de carnaval, había diversión por las calles de Aldea y nuestros amigos Feliciano Moya y Santiago Ciudad sólo contemplaron el desfile de las flores de almendro en unos parajes por demás solitarios. Cuando se ha sufrido, la simple vista de un árbol florido nos reconcilia con la vida. Sí, amigos, el sufrimiento dificulta encontrar el amor por la vida... Me hubiera gustado acompañaros en vuestra recepción de los simples milagros que la Madre Naturaleza nos ofrece al precio de nada. Esta mañana, en un erial (sitio poco idílico), he visto un arzollo con flores rosadas, y no he pedido más en ese momento de oración. He imaginado vuestra compañía, y he creído que la vida me había acercado a vuestra amistad.
Otra amiga fue a la Higuera el domingo pasado, y tampoco se encontró a nadie. La Higuera, que fuera el santuario de mi juventud. Durante ese tiempo de proyectos e ilusiones no hice por ganarme el afecto y la amistad de las gentes que me rodeaban. Empero, conozco el poder que reside en el paraje de la Higuera. Los balidos lejanos del ganado; el arroyo que llora la ausencia del agua de antaño; los amortiguados sonidos de los vehículos que transitan la carretera de Puertollano; las nubes que despiden oblicuos haces de oro solar; el cerro perfumado de rocas mohosas y adustas plantas. La soledad y la canción del agua cautiva; la lluvia intempestiva y los caballones de barro verdoso. Siempre la soledad… Sí, querida amiga, yo también hubiera compartido tu merienda, y acaso en una zancada de las botas de siete leguas Santiago y Feliciano hubieran podido acompañarnos, pues a nuestros ojos les sería dado mirar en sentido al Berrocal. Tal es la dulce vida imaginada, sin esos tropiezos que los humanos hemos creado para amargar el tiempo que nos ha sido concedido bajo el sol.
Y ahora, Dios amado, si encuentras fuentes en mis ojos, deja que broten cual río de emoción. Nunca pude imaginarlo. Las fuentes querían asomar, pero las piedras del sendero de la vida le cortaban todo acceso. Hoy es una verdad, y acaso mañana se torne en simple fingimiento. Así fue ayer y más ayer aún. Siempre han regresado las flores de los almendros, pero las flores del afecto perecieron ahogadas tras la niebla de la melancolía no comprendida. Ayer había rostros, y hoy sólo puedo ver las flores del espino blanco e imaginar que conozco a los que me llaman desde la otra orilla del río de la existencia. ¿Puede ser verdad cuando ayer no lo fue? Sabes tú, Dios amado, lo que me hubiera gustado haber visto cuajada tan sólo una flor del ayer… Pero un jardinero de nubes juega con vapor, y el vapor siempre se disipa tras adoptar formas caprichosas; se disipa, y vuelve la soledad del principio. Por eso las praderas del cielo son solitarias, como los campos de Aldea en estos tiempos de diversiones prediseñadas a golpe de bando, tradición y costumbre.
Gracias por la nueva ilusión. No harás, Dios mío, del vapor una flor perenne. Yo te pido que seas para ellos lo que eres para mí. Sufro y siento la derrota… pero tus brazos siempre me levantan. Y tú serás el último en olvidarme, si es que te es dado olvidar a la obra de tus manos.
Ilustración: “Almendros al atardecer”, de Feliciano Moya.
El jardinero de las nubes.
http://eljardinerodelasnubes. blogspot. com/