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ALDEA DEL REY: A media tarde del pasado miércoles, 21 de mayo de 2008,...

A media tarde del pasado miércoles, 21 de mayo de 2008, la lluvia suspiraba en el cielo de mi ciudad. Venía yo por la calle, cargado con las bolsas del supermercado. De repente, un pájaro aterrizó a mis pies, como abatido por el rayo. Ya estaba apercibido yo para lanzarle de nuevo a los aires, imaginando a lo primero que se trataba de una golondrina... Pero no, era un simple gorrioncillo.

Los gorriones no son como las golondrinas: pueden levantar el vuelo desde el suelo. A no dudar, le había sucedido algo grave al gorrioncillo del que hablo; acaso se había golpeado contra el vidrio de una ventana en mitad de su alocado vuelo.

Y recordé cierto sábado de mayo de 1988. Era una tarde también lluviosa, y un gorrión apareció en el fregadero de mi casa. Lo veía indefenso y lo tomé entre mis manos. Le insuflé calor, y noté que recuperaba el dominio de sus alas. Abrí mi ventana, le di un beso y lo arrojé al tejado inmediato. Enseguida comenzó a brincar, el sol se abrió entre dos nubes y no necesitó más estímulo para emprender un jubiloso vuelo con destino al corazón de las nubes. Sus alas ya no estaban pesadas por la lluvia. Tan feliz me sentí por su rápida recuperación, que escribí un poema para rememorar la magia de aquel momento.

Ahora, veinte años después, no fue lo mismo. Agarré las bolsas de la compra con una sola mano, y con la otra cogí al gorrioncillo lo más delicadamente que pude. Sus párpados estaban entornados, intentaba girar su cabecita y sus menguantes energías apenas si le permitían agitar el pico. Noté en mi mano como una bolita de calor que palpitaba y que al momentó se volvió inerte. Los párpados casi se cerraron, dejando un leve resquicio a unos ojos ya sin brillo.

La gente que pasaba por mi lado, se me quedó mirando con asombro manifiesto. Lo mejor que te pueden decir en este mundo es que estés loco, y por eso no me importó depositar un beso en la cabecita del gorrión que había muerto en mi mano... Pero no revivió como el gorrión de 1988, y las nubes soltaron las gotas que mis lagrimales no eran capaces de segregar.

Me daba pena dejar al gorrioncillo en mitad de la calle o tirarlo a una papelera, y me allegué a un parque cercano. Busqué una espesura de rosales en pleno furor primaveral, y allí deposité a la pobre criatura de Dios. Me marché del lugar muy triste, pensando que a lo mejor habría algo más que podría haber hecho por el gorrioncillo. Pero yo no sabía qué... ¿Acaso llorar, como quien llora por el sufrimiento de tantas desgracias como asolan a los humanos?

A la mañana siguiente, cuando me asomé a mi ventana, pude ver que en las ramas del árbol cercano cantaban dos gorriones. Miré al cielo despejado, y vi volar a otro gorrión. Su vuelo era jubiloso, como si hubiese reposado en un lecho de rosas.

El jardinero de las nubes.