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ALDEA DEL REY: Érase una vez una niña llamada Sophie. Vivía en un...

Érase una vez una niña llamada Sophie. Vivía en un país donde los cielos jamás se deshacían de su costra de nubes, y tenía un libro bellamente ilustrado acerca de la luna. Pero nunca, por causa de las nubes, la había visto en lo alto de la bóveda del cielo.

Todas las noches, Sophie salía al sereno con la esperanza de poder ver la luna. A pesar de lo vehemente de su deseo, jamás su mirada consiguió atravesar la borrosa gasa de la niebla nocturna. La única luz se la tendía la farola que débilmente alumbraba el patio de su casa; y la silueta de la bombilla no se correspondía con las ilustraciones de la luna que figuraban en su libro.

De esta forma, el tiempo fue pasando y Sophie llegó a desesperar de poder ver la luna en lo alto del cielo. Y empezó a dudar de su existencia, para gran tristeza suya.

Una noche que había llovido un poco, apareció un vagabundo harapiento junto a la cerca del patio. Su mirada estaba cargada de tristeza y mansedumbre.

-Usted está triste porque tampoco ha visto nunca la luna -le dijo Sophie.

-Cuando era joven la veía siempre en lo alto del cielo -respondió el vagabundo.

- ¡No es verdad! -replicó tajante Sophie-. No existe la luna porque yo jamás la he visto. Todo lo que mi libro dice sobre ella es mentira.

El vagabundo no respondió. Le hizo ademán a Sophie para que se acercara, y al cabo sus ojos destilaron una sola lágrima. La lágrima rodó por su marchita mejilla y cayó en medio de un charco que había en el suelo. En ese mismo lugar, bajo la luz de la farola, se formó una imagen nítida de la luna, similar a las que aparecían en el libro de Sophie. Una luna ebúrnea que titilaba en medio del charco.

Sophie sintió que el pecho se le estremecía de emoción. Allí se encontraba la imagen de sus sueños. La luna había bajado del cielo para recrearle con su radiante faz. Poco a poco se fue disipando, y el charco mostró su aspecto uniforme de poco antes.

Queriendo darle las gracias al vagabundo, Sophie levantó su mirada. Pero él ya se había ido. Le había regalado su mayor deseo, y Sophie nunca más dudó de la existencia de la luna en lo alto del cielo.

Algunas noches después se levantó un viento vigoroso. Las nubes fueron barridas del cielo, y Sophie conoció la felicidad de contemplar la luna en todo su apogeo. Y la luna le recordó la lágrima que se deslizó por la mejilla del anciano vagabundo.

El vagabundo salvó su fe, y su fe se vio recompensada con su esperanza cumplida.

¿Es así como yo te encontraré algún día, Dios amado?

El jardinero de las nubes.