Yo, con menos de dos añitos – y aún me acuerdo- llegaba a Brazatortas en la parte central del asiento de la moto de mi padre, en la trasera iba mi “torteña” madre. Entrabamos por la carretera, o mejor, camino pedregoso, de Córdoba y veíamos a las lavanderas en el lavadero, después llegábamos a la calle más florida del pueblo, por el nombre, y allí nos recibían mis abuelos: él, alto y rubio, aunque siempre llevaba un sombrero de fieltro; ella, bajita, con el pelo ondulado hacia atrás. Luego llegaba a vernos mi primo, de igual nombre que su padre y abuelo, rubio también y delgado, siempre delgado. De más mayores, nada más vernos y abrazarnos, salíamos alegres y a carrera hacia las afueras, por el cementerio, a pastar con sus ovejas. Cuántas veces, en el Cristo, hemos saltado las bardas de la pared de “la molina” para colarnos a los toros y como me gustaba “la pólvora”, y el “toro de fuego”. Aún tengo en mi memoria el olor de la tienda de retales y ropa de la calle Las Flores, y el del estanco, en la esquina de la calle que subía hacia la plaza, y en mi memoria igualmente conservo el “ambiente” del bar de Dámaso, y tanta, tanta gente que conocí… todavía algunos andan por sus cambiadas calles. Ay… Brazatortas…