La cuestión parece atormentar al filósofo Fernando Savater, aunque presuma de haberla zanjado por las bravas. En la introducción de su libro La vida eterna, Savater mostraba ya una absoluta perplejidad ante el hecho de que a comienzos del siglo XXI todavía quede un número no despreciable de personas cultas que se manifiestan creyentes, y la pasada semana volvía a la carga en el diario El País con un artículo titulado Las trampas de la fe. La prosa faltona y arrogante a la que Savater nos tiene acostumbrados demuestra que no busca el diálogo sino la agresión, por ejemplo cuando concluye con el patético aserto de que los monoteísmos son la base del pensamiento totalitario. Es la afirmación de un prejuicio, pero difícilmente la conclusión de un filósofo o de un historiador. El artículo de Savater traspira desprecio hacia lo religioso, y en particular hacia lo cristiano. Pero el hecho de que a lo largo de su trayectoria ponga tanta carne en el asador, demuestra que éste no es para él un asunto menor.