Delegar decisiones en otros es perfectamente legítimo. En la ética de la libertad, cada persona decide por sí misma, en el sentido de que otros no interfieren de forma ilegítima y le imponen coactivamente sus propias decisiones. Pero no es obligatorio decidir por uno mismo. Cada individuo puede decidir por su cuenta en el ámbito de su propiedad, pero no tiene por qué hacerlo: puede delegar en otros para que decidan por él (aunque esta delegación es en sí misma una decisión).
A menudo se presenta la acción humana como resultado de una decisión de acción intencional que escoge un objetivo valioso e intenta alcanzarlo utilizando medios escasos, asumiendo costos. Pero suele olvidarse que el proceso de decisión es en sí mismo una acción cognitiva de procesamiento de información que también tiene costos, pudiendo darse una sobrecarga cognitiva. Cuando hay muchas alternativas, se carece de experiencia en un ámbito o no se dispone de la información adecuada, puede tener sentido recurrir a otra persona para que nos asesore o ayude en nuestra decisión, y si la confianza es suficiente puede llegarse a aceptar que un experto tome la decisión en nuestro nombre.
La ciencia económica estudia estas relaciones entre el principal (el delegante) y el agente (el delegado): cómo escogen los principales a los agentes y cómo controlan que trabajen en beneficio del principal sin abusar de su confianza.
Algunos ciudadanos utilizan al Estado como su agente en diversos ámbitos y aceptan sus decisiones asumiendo que los gobernantes saben más que ellos y se preocupan por su bienestar. Pero quienes pretenden justificar así al Estado olvidan varios aspectos esenciales.
El Estado no se limita a ser el representante de quienes recurren a él, sino que se impone sobre todos los ciudadanos, lo acepten o no, y lo hace de forma monopolística, sin permitir la competencia de otros posibles agentes que podrían ofrecer sus servicios en los mismos ámbitos.
Es trivial afirmar que el mejor Gobierno es aquél en el cual gobiernan los mejores, pero el problema esencial es cómo determinar en qué consiste ser el mejor y quiénes son los mejores. La democracia es inútil para ello, ya que no es posible que los ignorantes decidan mediante votación quiénes son los sabios: se puede apreciar la belleza sin ser guapo, pero no se puede estimar la inteligencia sin ser inteligente.
Los políticos aseguran desvivirse por los gobernados, y algunos ciudadanos son tan ingenuos que hasta se lo creen. La escuela de la elección pública muestra cómo, en el mejor de los casos, los gobernantes son personas como las demás, con sus propios intereses particulares; en los casos más realistas, los políticos son individuos con ansias de poder y control sobre los demás, y usan su poder en su propio beneficio a costa de los demás.
Quienes delegan sus elecciones en el Estado tal vez no han pensado en cómo violan la libertad ajena. O quizás sí: es posible que consigan exactamente lo que quieren, imponer sus decisiones sobre todos. Si es posible que cada uno decida por su cuenta, algunos acertarán y otros se equivocarán: los que se consideren más incompetentes preferirán no quedarse atrás, y como no pueden conseguir triunfar intentarán que los demás fracasen también o que no haya diferencias, que no se pueda elegir y se imponga el mismo menú a todos.
Las personas intolerantes no se contentan con vivir sus propias vidas respetando las de los demás. Sienten miedo o repugnancia por la libertad ajena, y son capaces de aceptar restricciones sobre sí mismas con tal de que también se las impongan a los demás: el Estado es su herramienta uniformizadora favorita; y como los seres humanos no suelen ponerse de acuerdo sobre qué restricciones son deseables, surgen las peleas por controlar el aparato de la coacción política.
Sólo una sociedad libre donde se permita la competencia entre mecanismos alternativos de representación (incluida la negativa a ser representado) puede ser legítima y prosperar.
A menudo se presenta la acción humana como resultado de una decisión de acción intencional que escoge un objetivo valioso e intenta alcanzarlo utilizando medios escasos, asumiendo costos. Pero suele olvidarse que el proceso de decisión es en sí mismo una acción cognitiva de procesamiento de información que también tiene costos, pudiendo darse una sobrecarga cognitiva. Cuando hay muchas alternativas, se carece de experiencia en un ámbito o no se dispone de la información adecuada, puede tener sentido recurrir a otra persona para que nos asesore o ayude en nuestra decisión, y si la confianza es suficiente puede llegarse a aceptar que un experto tome la decisión en nuestro nombre.
La ciencia económica estudia estas relaciones entre el principal (el delegante) y el agente (el delegado): cómo escogen los principales a los agentes y cómo controlan que trabajen en beneficio del principal sin abusar de su confianza.
Algunos ciudadanos utilizan al Estado como su agente en diversos ámbitos y aceptan sus decisiones asumiendo que los gobernantes saben más que ellos y se preocupan por su bienestar. Pero quienes pretenden justificar así al Estado olvidan varios aspectos esenciales.
El Estado no se limita a ser el representante de quienes recurren a él, sino que se impone sobre todos los ciudadanos, lo acepten o no, y lo hace de forma monopolística, sin permitir la competencia de otros posibles agentes que podrían ofrecer sus servicios en los mismos ámbitos.
Es trivial afirmar que el mejor Gobierno es aquél en el cual gobiernan los mejores, pero el problema esencial es cómo determinar en qué consiste ser el mejor y quiénes son los mejores. La democracia es inútil para ello, ya que no es posible que los ignorantes decidan mediante votación quiénes son los sabios: se puede apreciar la belleza sin ser guapo, pero no se puede estimar la inteligencia sin ser inteligente.
Los políticos aseguran desvivirse por los gobernados, y algunos ciudadanos son tan ingenuos que hasta se lo creen. La escuela de la elección pública muestra cómo, en el mejor de los casos, los gobernantes son personas como las demás, con sus propios intereses particulares; en los casos más realistas, los políticos son individuos con ansias de poder y control sobre los demás, y usan su poder en su propio beneficio a costa de los demás.
Quienes delegan sus elecciones en el Estado tal vez no han pensado en cómo violan la libertad ajena. O quizás sí: es posible que consigan exactamente lo que quieren, imponer sus decisiones sobre todos. Si es posible que cada uno decida por su cuenta, algunos acertarán y otros se equivocarán: los que se consideren más incompetentes preferirán no quedarse atrás, y como no pueden conseguir triunfar intentarán que los demás fracasen también o que no haya diferencias, que no se pueda elegir y se imponga el mismo menú a todos.
Las personas intolerantes no se contentan con vivir sus propias vidas respetando las de los demás. Sienten miedo o repugnancia por la libertad ajena, y son capaces de aceptar restricciones sobre sí mismas con tal de que también se las impongan a los demás: el Estado es su herramienta uniformizadora favorita; y como los seres humanos no suelen ponerse de acuerdo sobre qué restricciones son deseables, surgen las peleas por controlar el aparato de la coacción política.
Sólo una sociedad libre donde se permita la competencia entre mecanismos alternativos de representación (incluida la negativa a ser representado) puede ser legítima y prosperar.