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MANZANARES: La balada de los últimos días (VI): De cómo Pepe Abascal...

La balada de los últimos días (VI): De cómo Pepe Abascal suscribió un contrato con Dios

-Hace precisamente veintiún años que salí de esta tierra -dijo Pepe Abascal, con mirada ausente.

- ¿Te das cuenta? Seguro que tú eres la razón de mi próxima labor -dijo el gallinito Páez, con entusiasmo creciente.

-Lo que me parece es que estás bastante chiflado. ¿Te piensas que eres como el Judío Errante para moverte por la Historia a tu antojo?

-El Judío Errante no podía morir. Yo tampoco hasta el momento. Y a eso hay que añadir la facultad que tengo de ir variando de épocas no continuas de la Historia. Hoy estoy aquí; mañana a lo mejor estaré al lado de Julio César. El Judío Errante no tenía tanta variedad: él se veía obligado a ir al hilo de los acontecimientos, y, por si esto fuera poco, arrastraba tras de sí el cólera por donde quiera que pasara...

- ¡Calla ya! Me empiezas a calentar la cabeza con tu parloteo -le cortó Pepe Abascal-. Me importa un comino lo que seas. Ven y busquemos un sitio donde poder sentarnos.

-Sé que te estás muriendo.

Ante la tajante afirmación del gallinito Páez, Pepe Abascal creyó sentir una amarga punzada en el corazón.

-Veo que se ha corrido la voz por todo Manzanares.

-A mí nadie me lo ha dicho -replicó el gallinito Páez-. Lo he sabido porque sí.

-A otro perro con ese hueso.

-En fin, ése parece un buen lugar para sentarnos. -Se refería a un grupo de peñascos bañados por el sol que se perfilaba al otro lado de la vía férrea, lejos del casco urbano de Manzanares.

-Vayamos para allá -consintió Pepe Abascal, todavía un poco alicaído.

Una vez que llegaron al sitio, los dos hombres se sentaron en sendas rocas, muy cerca el uno del otro. De la desnuda tierra emergía un grato aroma a humedad. El sol realzaba los colores de todas las cosas. Por el cercano espacio pasó volando una pareja de palomas, cuyos plumajes eran de un azul suave, con irisaciones en el cuello. En una cercana depresión del terreno refulgía, como un ojo de plata, un regato de agua llovediza. A lo lejos el llano horizonte se desdibujaba con la calina del mediodía. Al frente de los dos hombres Manzanares exhibía una imagen romántica, con sus casas de encantadoras fachadas y las espadañas de sus iglesias, en las cuales las cigüeñas tenían dispuestos sus nidos. La Mancha, vista desde aquellas perspectivas, era un mosaico de colores tenuemente definidos, un aura acogedora que penetraba al fondo de todas las almas con inquietudes poéticas. El gallinito Páez se quitó el sombrero, y disfrutó del contacto del sol sobre sus negros cabellos planchados. Sus ojos no hacían más que mirar al cielo, en contraste con los de Pepe Abascal, que estaban como clavados en la tierra.

-Es grato escuchar los mensajes de la Naturaleza -dijo el gallinito Páez al cabo de un rato.

-Yo por más que aguzo el oído no oigo nada -dijo por su parte Pepe Abascal.

El gallinito Páez le miró con un trasfondo de compasión en sus ojos grises. Luego le dijo:

- ¿Te gustaría que tus oídos se abrieran?

-No te comprendo.

-Quiero preguntarte si te gustaría enterarte de todo lo que se cuece en el mundo natural -matizó-. Es decir, enterarte de lo que hablan los pájaros, las flores y los árboles; los ríos y el viento; la lluvia y los animales... En definitiva, oírlo todo como lo oye Dios.

-Te pasas de gracioso -sentenció Pepe Abascal.

-Será un regalo que Dios te haga por mediación mía. No nos vamos a volver a ver; pero yo sabré en todo momento cómo te van las cosas. Te he cogido tanto cariño, que el día que tu voz se apague te prometo seguir la vía y encararme con el primer tren que me salga al paso.

-No te iba a servir de mucho, ya que eres invulnerable a tu decir -dijo con sorna Pepe Abascal.

-Al menos será un homenaje que yo te haga.

-Muchas gracias. Me queda muy poca vida, y no sé cómo emplearla.

-Recógete en Dios -le aconsejó el gallinito Páez-. Así todavía estás a tiempo de vivir una vida de plenitud.

-La religión y yo no nos llevamos muy bien.

-Dios no se lleva mal contigo. Mira que me ha dado esto para ti -dijo el gallinito Páez, sacándose un huevo de gallina de uno de los bolsillos de su guardapolvo.

Pepe Abascal se quedó mirando el huevo con ojos desorbitados.

-Un huevo normal y corriente... ¿Para qué narices querrá regalarme Dios un huevo de gallina?

-Para que te lo comas -dijo el gallinito Páez aproximándoselo un poco más-. Pero te lo has de comer tal como lo ves: crudo y con cáscara inclusive.

-Era lo que faltaba -rió Pepe Abascal, sobreponiéndose a su melancolía-. ¿Qué provecho sacaré de comérmelo así?

-Ya te lo he dicho antes. Vamos, cógelo.

Pepe Abascal lo tomó con cierta desconfianza. Entonces el gallinito Páez se puso en pie, se caló el usado sombrero hongo y le dijo a su interlocutor:

-Ha sido un auténtico placer haberte conocido y haber podido disfrutar de tu conversación. No nos vamos a volver a ver, pero ocuparás un destacado lugar en mis recuerdos, por más épocas históricas que visite. Ojalá nos veamos en la Nueva Tierra de Dios.

Los ojos de Pepe Abascal se dulcificaron.

-No sé explicármelo, pero me da apuro verte marchar.

El gallinito Páez arrancó una flor azul de otoño que crecía en la proximidad de los peñascos, pareció pedirle disculpas a la misma y a continuación gozó de su tibio perfume. Luego alzó el brazo con la flor en dirección a Pepe Abascal como gesto de despedida.

-Adiós, Pepe Abascal. No olvides lo que haré tan pronto sepa que no estás en el mundo: correré hacia el primer tren que se me ponga por delante.

-Adiós, "Judío Errante"... Adiós, gallinito Páez.

El gallinito Páez se alejó siguiendo la vía del tren. Pepe Abascal se quedó al instante solo en el lugar. Miró entonces el huevo que conservaba en la palma de la mano, y ni él mismo se pudo explicar lo que hizo a continuación con aquél: se lo metió en la boca de una sola vez. Casi de inmediato afloraron de sus labios regueros de clara moteados de fragmentos de blanca cáscara. Era el bocado más curioso que se había echado para el coleto en toda su vida, cuando no el más apetitoso.

En el momento en que acabó tan singular colación, sacó un moquero y con él se limpió los labios de restos de clara de huevo.

Luego reparó en que era llegado el momento de volver a su casa e ingerir una comida más sustanciosa que ese huevo, por muy divino que fuera.

CONTINUARÁ...

El jardinero de las nubes.