Poniéndola un papel de estraza, no sé si se escribe así, y poniéndola en la puerta, se cierra y así no veas como se aplasta de bien para quitarla la raspa y la piel.
Cuando las haciamos en mi casa nos teniamos que ir a 300 metros de mi padre para que no le diera el olor, le pasaba lo que al químico con las aceitunas.
A mi padre se le daba estupendamente. En las tardes de
verano, cuando llegaba del taller, partía unos tomates, preparaba unas sardinitas, las hacía filetes (tras su aplastamiento y eliminación de cabeza, tripas, escamas y raspas), les ponía un chorreón de aceite y el manjar estaba presto para su degustación que practicábamos con deleite y entusiasmo.
Los mejores y más prestigiosos cocineros actuales se quedarían "patidifusos" con la maestría de mi padre y con la exquisitez de aquel plato.