Andando de camino al trabajo veo una suave luz, es el calor de una ventana, el hogar de algún compañero que antes de salir a mi encuentro, camina casi a hurtadillas, al igual que yo hace un momento, por no despertar a las criaturas que dulcemente dormían, pues aún es de noche y son demasiado pequeños.
Finalmente se apaga la luz y mi compañero se une a mis andaduras. Poco a poco nos vamos juntando todos en el camino hacia una oscuridad aún más profunda.
Allí dentro no hay estrellas, ni luna que aclaren el lugar para ver, al menos, dónde pones el pie al caminar.
Tan solo una pequeña luz en el casco y un candíl en la mano que al recorrer el túnel, aclara tímidamente un par de metros.
Hace frío, se me hielan los huesos, pero sin embargo, el sudor teñido de negro recorre mi cara. Estoy cansado y todavía nos queda un buen rato aquí abajo.
De repente todo tiembla, se escucha el sonido de alguna piedra al caer. Tengo miedo. Un sudor frio recorre mi espalda y me hace pensar en ellos... mis cuatro niños tan pequeños, dulces y... ella, mi querida esposa. ¿Y si un maldito derrumbe apaga definitivamente la luz de mi casco? ¿Qué será de ellos?
Al fin vuelve el silencio y la quietud... por fin. Ha sido solo un susto, falsa alarma, todos estamos bien.
Finalmente llega la hora de salir de nuevo al mundo.
La suave luz de media tarde calienta mi rostro ennegrecido que aún guiña los ojos por falta de cotumbre.
Ahí vamos todos, como almas en pena, arrastrando los pies, pues el cansancio aprieta.
A lo lejos las voces de unos niños jugando nos arrancan una sonrisa, nos miramos por el rabillo del ojo como preguntando: ¿Son tus niños o los míos?
Y ahí lo veo venir correteando con algo en la mano: ¡Papá, Papá! De un brinco se me echa a los brazos: ¡Mira lo que hice en la escuela!
Es mi Victor, que orgulloso del trabajo realizado me muestra un bonito dibujo.
De regreso a casa con él subido a mi espalda quebrada por el cansancio, me doy cuenta de que su sonrisa es mi luz,
la luz de un viejo minero...
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A mi queridísimo abuelo Victoriano allá donde esté y, a mi padre Victor.
Te quiero papito.
Finalmente se apaga la luz y mi compañero se une a mis andaduras. Poco a poco nos vamos juntando todos en el camino hacia una oscuridad aún más profunda.
Allí dentro no hay estrellas, ni luna que aclaren el lugar para ver, al menos, dónde pones el pie al caminar.
Tan solo una pequeña luz en el casco y un candíl en la mano que al recorrer el túnel, aclara tímidamente un par de metros.
Hace frío, se me hielan los huesos, pero sin embargo, el sudor teñido de negro recorre mi cara. Estoy cansado y todavía nos queda un buen rato aquí abajo.
De repente todo tiembla, se escucha el sonido de alguna piedra al caer. Tengo miedo. Un sudor frio recorre mi espalda y me hace pensar en ellos... mis cuatro niños tan pequeños, dulces y... ella, mi querida esposa. ¿Y si un maldito derrumbe apaga definitivamente la luz de mi casco? ¿Qué será de ellos?
Al fin vuelve el silencio y la quietud... por fin. Ha sido solo un susto, falsa alarma, todos estamos bien.
Finalmente llega la hora de salir de nuevo al mundo.
La suave luz de media tarde calienta mi rostro ennegrecido que aún guiña los ojos por falta de cotumbre.
Ahí vamos todos, como almas en pena, arrastrando los pies, pues el cansancio aprieta.
A lo lejos las voces de unos niños jugando nos arrancan una sonrisa, nos miramos por el rabillo del ojo como preguntando: ¿Son tus niños o los míos?
Y ahí lo veo venir correteando con algo en la mano: ¡Papá, Papá! De un brinco se me echa a los brazos: ¡Mira lo que hice en la escuela!
Es mi Victor, que orgulloso del trabajo realizado me muestra un bonito dibujo.
De regreso a casa con él subido a mi espalda quebrada por el cansancio, me doy cuenta de que su sonrisa es mi luz,
la luz de un viejo minero...
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A mi queridísimo abuelo Victoriano allá donde esté y, a mi padre Victor.
Te quiero papito.