—Te diré que no necesito estas emociones — respondió su primo—. Es verdad que mi vida es aburrida, pero al menos es segura. Cuando no haya moros en la costa, me volveré al campo y me quedaré allí para siempre.
— Esto es lo emocionante de la vida de ciudad —se rió el ratón de ciudad.
Escaparon casi volando al agujero que el ratón de ciudad tenía en el zócalo.
En pocos minutos los dos ratones juntaron una enorme pila de chocolate. Pero antes de poder mordisquearlo, se abrió una puerta y entró corriendo un gran gato.
—Y podemos probarlas todas —dijo su primo—. Ahora siéntate y te traeré lo más delicioso que jamás hayas probado.
— Nunca había visto tantas cosas buenas —suspiró feliz.
El ratón de campo levantó la vista. Junto a él había una mesa cargada de comida. Era un espectáculo tan maravilloso que olvidó sus temores en un abrir y cerrar de ojos.
— Pronto cambiarás de idea —respondió su primo, alegre—. Mira lo que hay aquí.
— Creo que me arrepiento de haber venido —susurró al entrar de puntillas en la cocina.
El pobre ratón de campo temblaba de miedo cuando llegaron a casa de su primo.
El viaje hasta la casa del ratón de ciudad fue largo y peligroso. Al llegar a la ciudad, procuraron ir siempre por las calles más estrechas, pero incluso en éstas había muchísimas personas, y, lo que era peor, muchísimos coches transitaban haciendo sonar sus bocinas.
Tras pensarlo un poco, el ratón de campo decidió acompañarlo.
— ¡Pobrecillo! ¡Qué vida más terrible debes llevar! Si lo mejor que puedes ofrecerme son unas cortezas de queso, creo que me iré ahora mismo. ¿Por qué no vienes conmigo por unos días? ¡La ciudad es tan emocionante!
El ratón de ciudad no daba crédito a sus oídos. Lanzó una sonora carcajada al ver que su primo ponía la mesa.
—Oh, precisamente iba a ofrecerte algo estupendo —interrumpió el ratón de campo—. Esta mañana encontré una corteza de queso deliciosa —añadió orgulloso.