Serafín buscó su aureola. Había desaparecido, dejándole una leve impresión de calor en el cogote, que se le quitó tras haber tirado unos cuantos guijarros a los patos del estanque. Después de desinflar los neumáticos de un par de
coches, llamar a unos cuantos timbres y quitarle los caramelos a un niño, se dio cuenta de lo mucho que se estaba divirtiendo. Una especie de risa diabólica se le escapó de la garganta al tiempo que sus plumas de ángel se desparramaban como la
lluvia.