¡Por favor, déjeme marchar! ¡No le agradará mi sabor! — ¿Que te deje marchar? ¡Estás de guasa! ¿Crees que voy a desaprovechar la ocasión de probar un pescado tan raro? ¡Nunca he pescado a un muñeco!
— ¡No soy un pez, soy un muñeco!
En la cueva, a donde volvió, había una sartén que chisporroteaba sobre un fuego de leña. —Veamos lo que tenemos aquí. Este salmonete ha de estar muy rico. Cogió los pescados uno por uno, los enharinó y los echó a la sartén. — ¡Estas sardinas estarán sabrosísimas! ¡Qué hermosa merluza! ¿Pero qué es esto? ¡Este es nuevo! Sacó de las redes al pobre Pinocho, empapado y temblando de miedo.
— ¡Otra buena pesca! —exclamó, tirando de las redes.
Era feo como un monstruo marino y su cuerpo aparecía recubierto de escamas. Tenía la cabeza llena de algas y su escamoso cuerpo era verdoso, lo mismo que sus ojos saltones y su larga y pegajosa barba.
En aquel preciso instante, un gigantesco pescador salió de la cueva.
Por fin, al llegar aun promontorio, Pinocho vio una columna de humo que salía de una oscura cueva. Se acercó nadando y, cuando se disponía a tocar tierra, fue sacado con violencia del agua, estaba atrapado en unas redes de pescar y se veía rodeado de escurridizos peces que no cesaban de retorcerse.
El muñeco nadó bordeando la costa y buscó un lugar seguro en la misma.
— ¡Adiós, Pinocho! ¡Me has salvado la vida!
Al oír los ladridos, Pinocho, conmovido, nadó rápidamente hacia el perro para llevarlo hasta la orilla; luego, volvió a tirarse al mar y se alejó. El can, agradecido, gritó:
— ¡Ayúdame, Pinocho! ¡No dejes que me ahogue!
Alidoro intento aferrarse clavando las patas en el suelo, mal no pudo vencer la inercia y cayó al agua. ¡El pobre perro no sabía nadar! Luchó por mantenerse a flote, pero era inútil. Ladraba angustiosamente…
Eso empeoró las cosas porque los policías soltaron a su perro dogo, un enorme y fiero animal llamado Alidoro, que le persiguió afanosamente. Pinocho no tardó en oírle jadear a sus espaldas. Luego, sintió el cálido aliento del perro sobre sus piernas. Casi había alcanzado el borde del precipicio… y, en un último y desesperado intento, se arrojó y se alejó nadando.
El muñeco estaba aterrado. Le temblaban las piernas y no podía articular palabra, ni siquiera para decir a los policías que él no había lanzado el libro que hirió al chico. Pero cuando ya creía que iba a morirse del susto, una ráfaga de viento le arrebató el sombrero y se lo llevó hacia el mar. Los policías dejaron que corriera tras él y Pinocho aprovechó la ocasión para huir.
Y tras rogar a un anciano que vivía cerca que se hiciera cargo del herido, se llevaron a Pinocho a rastras hacia la población.