Sucedió un domingo de
otoño por la mañana, precisamente cuando florecía el alforfón. El sol brillaba en el
cielo, el viento mañanero soplaba cálido sobre los rastrojos, las alondras cantaban en los
campos, las abejas zumbaban sobre la alfalfa y la gente iba a oír misa vestida con el
traje de los domingos. Todas las criaturas se sentían gozosas y también, por supuesto, el erizo.