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ALCONCHEL DE LA ESTRELLA (Cuenca)

El chocolate de la merienda
Foto enviada por eufra7dos@hotmail.com

El enorme perro desapareció al instante. Cuando regresó, llevaba a la princesa sobre su lomo, profundamente dormida.
—Vosotros me habéis vuelto a hacer rico -dijo el soldado- ¿Podéis también hacerme feliz? Desearía ver a la bella princesa aunque sólo fuera por unos momentos.
Cuando apareció el tercer perro por obra y gracia de la cajita de yesca, era tan enorme que no cabía en la pequeña buhardilla. Permaneció sentado en la calle, mirando a través de la ventana con sus ojos grandes como ruedas de carreta.
El soldado prendió de nuevo la yesca y apareció el segundo perro, haciendo girar en sus órbitas sus ojos grandes como platos soperos. También este perro salio inmediatamente en busca del baúl lleno de plata.
El perro, de ojos grandes como platillos, le lamió y salió corriendo. A lo pocos minutos regresó portando el baúl lleno de monedas de cobre.
— ¡Hola, viejo amigo! —exclamó el soldado—. Desprecié tu tesoro de monedas de cobre, pero ahora me conformaría con un solo penique de cobre para comprarme una vela.
Súbitamente apareció, parpadeando en la penumbra, el perro con ojos grandes como platillos.
Una noche Fría, trataba de entrar en calor cuando de pronto se acordó de la cajita de yesca de la bruja. Con ella podría producir una chispa y quemar un poco de paja para calentarse las manos. ¡Sí, la cajita todavía estaba en el bolsillo de su uniforme de soldado! Prendió la yesca una vez y en seguida saltaron unas pálidas chispas.
Era cierto. El soldado se había gastado hasta su último penique. Vivía en una buhardilla y no tenía ni para comprarse una vela.
— ¡Un soldado raso! —exclamó la reina— Los soldados son muy sucios y toscos. Y hay que ver cómo derrochan su dinero. ¿Recuerdas a aquel soldado tan rico que llegó a la ciudad con los bolsillos llenos de oro? ¡Pues al cabo de un año no le quedaba ni un penique!
— ¡Un soldado raso! ¡Prefiero que no se case nunca! —exclamó el rey. Y la encerró en palacio.
Pero había algo que no podía comprar, y ello era la posibilidad de contemplar, siquiera por un instante, a la bella hija del rey. Nadie la había visto desde que una adivina le había leído la palma de la mano y había predicho que un día se casaría con un soldado raso.
De repente, se había convertido en el hombre más rico de la ciudad. Podía comprar de todo: casas, ropas, caballos… Cada día celebraba una fiesta y regalaba oro a todo el que parecía necesitarla.
Cuando el soldado llegó a la ciudad, ya se había olvidado de la bruja y de su cajita de yesca. Lo único que quería era empezar a gastarse su oro.
— ¡No lo harás! ¡No lo harás! —gritó la bruja, y se puso tan colorada de ira que estalló en mil pedazos y el viento se los llevó como si se tratase de un montón de hojas secas.