Llevaba poco rato en el bosque, cuando se hizo de
noche; la doncella había perdido el
camino. Se tendió sobre el blando musgo, y, rezadas sus oraciones vespertinas, reclinó la cabeza sobre un tronco de
árbol. Reinaba un silencio absoluto, el aire estaba tibio, y en la hierba y el musgo que la rodeaban lucían las verdes lucecitas de centenares de luciérnagas, cuando tocaba con la mano una de las ramas, los
insectos luminosos caían al suelo como estrellas fugaces.