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ALCONCHEL DE LA ESTRELLA (Cuenca)

Billete 10€ 2002, anverso
Foto enviada por eufra7dos@hotmail.com

-Apuesto doncel -dijo, al verle entrar- aléjate cuanto antes de este malhadado castillo. No seas uno más entre tantos jóvenes infortunados que aquí han dejado sus vidas, pretendiendo salvar las de otras princesas tan desgraciadas como yo. El gigante dueño de este castillo duerme veintidós días de cada mes, durante los cuales no toma alimento alguno. Cuando despierta, dedica siete días a preparar el banquete con que se obsequia el octavo, después del cual reanuda su sueño. El postre de este banquete ... (ver texto completo)
Pasó a otro, y a otro, y a otro, hasta recorrer más de cien salones, sin dar con alma viviente y oyendo siempre, cada vez más cercanos, los lamentos.
Creyendo que se burlaban de él, dio con rabia una fuerte patada en el suelo, que se abrió. Y al abrirse, cayó Miguelín por la abertura, en un aposento regiamente amueblado, con las paredes tapizadas de tisú de plata y damasco azul.
En medio de tanto esplendor, una princesita, de rubios cabellos y manecitas de lirio, lloraba amargamente.
-Esto se pone feo -pensó, Miguelín.
Y levantándose de un salto, pasó al salón contiguo, que encontró tan desierto como antes.
Será algún pequeño del hada -murmuró, dando media vuelta.
Pero todavía no había conseguido reconciliar el sueño, cuando los sollozos se dejaron oír con más fuerza, acompañados de suspiros entrecortados y lamentos de una voz de mujer.
Miguelín se acostó, dispuesto a dormir toda la noche de un tirón. Mas apenas habían transcurrido unas dos horas, despertóle un llanto ahogado, que salía de la habitación vecina.
Siete días llevo sin dormir -recordó- si en vez de tanta pedrería hubiera por aquí aunque fuera un jergón de paja...
Al punto apareció ante sus ojos asombrados una magnífica cama de plata cincelada con siete colchones de pluma.
Terminado el banquete, desaparecieron platos, cubiertos, mesa, silla y manteles como por arte de magia, y Miguelín empezó a vagar, desorientado, por los regios y desiertos salones.
Servidos por mano invisible fueron llegando todos los platos de un opíparo festín, desde la humeante y sabrosa sopa de tortuga, hasta las riquísimas perdices, amén de frutas, dulces, y confituras.
Al punto aparecieron ante sus ojos una silla, una mesa con su blanco mantel, sus platos, cubierto y servilleta. Y Miguelín, contentísimo, sentóse a la mesa.
La contemplación de tales maravillas no impedía a nuestro héroe sentir un apetito horroroso, hasta el punto de que, impaciente por conocer de una vez la dicha o el peligro que le aguardaba, exclamó:
- ¡Diablo o ángel, genio o gigante, dueño de este maravilloso castillo; todo tu oro, toda tu plata, todas tus piedras preciosas, las trocaría de buena gana por un plato de humeante sopa!
Encontróse en una sala inmensa, cuyas paredes eran de plata; pero no había en ellas muebles, adornos, ni utensilios de ninguna clase, así como tampoco el menor rastro de persona viviente. Pasó a otra estancia toda de oro y luego a otra de piedras preciosas, esmeraldas, rubíes y topacios que refulgían de tal modo que le cegaban. En todas halló la misma soledad.
- ¡Dios me valga, paloma!
Una fracción de segundo más tarde, Miguelín, convertido en paloma, volaba a través de la abierta ventana y se colaba de rondón en el castillo. Cuando estuvo dentro se posó, en el suelo y gritó:
- ¡Dios me valga, hombre!
Y recobró en el acto su forma natural.
Sacó el cuchillo con aire decidido, mas ¿qué podía aquella arma minúscula contra los formidables monstruos?
De repente recordó las dádivas de los animales litigantes y viendo en lo alto, junto a las almenas, una ventana abierta sacó de su escarcela la pluma y gritó:
Así hasta las mismas puertas del castillo, pero ¡oh desilusión! Tres perros, del tamaño de elefantes, le impedían la entrada.
¿Qué había de hacer? ¿Volverse, atrás? ¡De ninguna manera! ¡Todo antes que retroceder!
- ¡Adelante el mancebo! ¡Adelante nuestro salvador! -decían unas voces.
- ¡Atrás! ¡Atrás! ¡Irás y no volverás! ¡Irás y no volverás! -repetían otras.
Pero el hijo del pescador, como si fuese sordo, continuaba su camino sin detenerse un instante a escuchar los maravillosos trinos, ni volver la cabeza para ver de dónde procedían, sin detenerse ante la fuente de cristal que cantaba: « ¡Alto! ¡Alto!», ni el árbol de mil hojas que, como manecitas verdes, se agarraban a su casaca para impedirle el paso