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ALCONCHEL DE LA ESTRELLA (Cuenca)

Musgo entre las aguas
Foto enviada por Qnk

Al llegar a su humilde choza sacó el huevo dorado. « ¡Tic-tac!», sonaba como si fuese un valioso reloj de oro, y, sin embargo, era un huevo que encerraba una vida. Se rompió la cáscara, y asomó la cabeza un minúsculo cisne, cubierto de plumas, que parecían de oro puro. Llevaba cuatro anillos alrededor del cuello, y como la pobre mujer tenía justamente cuatro hijos varones, tres en casa y el que había llevado consigo al bosque solitario, comprendió enseguida que había un anillo para cada hijo, y en ... (ver texto completo)
-Volaba un cisne por encima del mar encrespado; sus plumas relucían como oro; una de ellas cayó en un gran barco mercante que navegaba con todas las velas desplegadas. La pluma fue a posarse en el cabello ensortijado del joven que cuidaba de las mercancías, el sobrecargo, como lo llamaban. La pluma del ave de la suerte le tocó en la frente, pasó a su mano, y el hombre no tardó en ser el rico comerciante que pudo comprarse espuelas de oro y un escudo nobiliario. ¡Yo he brillado en él! - dijo el Sol ... (ver texto completo)
Y el Sol se puso a contar:
- ¿Vamos a tolerar esto? Siempre se mete donde no lo llaman el señor Sol. No lo escucharemos. Sus historias no valen un comino.
Y lo dijo con tal brillo y tanta majestad, que el Viento se echó cuan largo era. La Lluvia, sacudiéndolo, le dijo:
-Tengamos la fiesta en paz -intervino el Sol-. Contaré yo.
- ¿Éstas son las gracias -protestó el Viento- que me da por haber vuelto en su obsequio varios paraguas, y aún haberlos roto, cuando la gente nada quería con usted?
-No, perdone -replicó la Lluvia-. Bastante tiempo ha pasado usted en la esquina de la calle, aullando con todas sus fuerzas.
Historias del sol. Hans Christian Andersen

- ¡Ahora voy a contar yo! -dijo el Viento.
Dicen que esos esclavos volaron de vuelta al África. Nosotros no lo sabemos, realmente. Pero sí recordamos y aún hoy contamos esta historia a todos aquellos que intentan, en sus corazones y en sus mentes, desplegar sus alas y volar.
El anciano miró al capataz directo a los ojos. “ ¡Ahora!” fue todo lo que dijo. Ante esa única palabra, toda la gente hizo una rueda y se tomó de las manos. Recitando las palabras mágicas, todos se elevaron lentamente, volando por encima de los campos, lejos del alcance del capataz.
Cada vez que un esclavo caía desmayado por el calor, el capataz alzaba su látigo. Pero cada vez que lo hacía, el esclavo se elevaba por los aires. Fue entonces que el capataz vio al anciano, con la boca ya lista para gritar. “ ¡Agarren a ese viejo!” gritó el capataz, levantando el látigo.
El sol quemaba tanto, que otros empezaron a caer. Él iba a estrellar su látigo contra uno de los hombres, pero antes que le cayera, sonó otra vez el grito. El exhausto esclavo se elevó al aire. Entonces el capataz vio a una mujer sentada, hecha un ovillo y alzó su látigo para golpearla. Una vez más se escucharon aquellas palabras mágicas y la mujer levantó vuelo.
Ante esas palabras, Sarah se empezó a elevar. Abrió los brazos; los sentía como si fuesen alas. Se elevó como un águila sobre el látigo del capataz.
Dando giros con su caballo, el capataz vociferó: “ ¿Quién gritó? ¿Qué dijo?” Todos los demás esclavos se mantenían callados y seguían trabajando, pero ellos sabían que Sarah había volado hacia la libertad.
Pero en eso, el bebé de Sarah empezó a gemir y a llorar y ella se detuvo para calmarlo.
El capataz cabalgó hacia ella y en el preciso momento en que iba a descargarle su látigo en la espalda, el anciano gritó esas palabras mágicas, que recordaba de mucho tiempo atrás.