En el mar volcó despacio lo que traía. Luego se zambulló y nadó entre lágrimas y olas hasta donde estaba su marido, que la esperaba calmo y profundamente amoroso.
Huenchuela se llevó en la lapa las mantas, y a su bebé de agüita. Se fue llorando a la orilla.
Bajo la mirada de sus abuelos la pequeña se había ido disolviendo, convirtiéndose en agua clara.
No querían taparla de nuevo, ni sacarla de su vista, pero en eso regresó Huenchula, vio a su hija y gritó.
La beba era como el mar en un día de sol. Era un canto a la alegría.
Se acercaron a la lapa que servía de cuna de su nieta y levantaron apenas la puntita de las mantas para espiar. Total, ¿qué podía tener de malo una miradita?
Pero cuando su hija salió a buscar los regalos y los dejó solos con la bebé, por un ratito nomás, los viejitos se tentaron.
Los abuelos entendieron. Esta nieta no era un bebé cualquiera. Era la hija del rey Mar. Por lo tanto, tenía carácter mágico y la magia tiene leyes estrictas.
Sobre su hija no podían posarse los ojos de ningún mortal.
Huenchula les describió cada una de sus gracias. Les hizo escuchar sus ruiditos. No los dejó verla.
Los abuelos quisieron conocer a su nieta. Pero estaba cubierta con mantas.
Huenchula tocó a la puerta de la cabaña. Desde que le abrieron, hubo un alboroto de alegría. Palabras superpuestas a los abrazos. Risas lagrimeadas. Frases interrumpidas.
Su esposo, el Millalobo, los enviaba para sus suegros. Era una disculpa por haber raptado a su hija.