La experiencia que los ancianos pueden aportar al proceso de humanización de nuestra sociedad y de nuestra cultura es más preciosa que nunca, y les ha de ser solicitada, valorizando aquellos que podríamos definir los carismas propios de la vejez:
– La gratuidad. La cultura dominante calcula el valor de nuestras acciones según los parámetros de una eficiencia que ignora la dimensión de la gratuidad. El anciano, que vive el tiempo de la disponibilidad, puede hacer caer en la cuenta a una sociedad « demasiado ocupada » la necesidad de romper con una indiferencia que disminuye, desalienta y detiene los impulsos altruistas.
– La memoria. Las generaciones más jóvenes van perdiendo el sentido de la historia y, con éste, la propia identidad. Una sociedad que minimiza el sentido de la historia elude la tarea de la formación de los jóvenes. Una sociedad que ignora el pasado corre el riesgo de repetir más fácilmente los errores de ese pasado. La caída del sentido histórico puede imputarse también a un sistema de vida que ha alejado y aislado a los ancianos, poniendo obstáculos al diálogo entre las generaciones.
– La experiencia. Vivimos, hoy, en un mundo en el que las respuestas de la ciencia y de la técnica parecen haber reemplazado la utilidad de la experiencia de vida acumulada por los ancianos a lo largo de toda la existencia. Esa especie de barrera cultural no debe desanimar a las personas de la tercera y de la cuarta edad, porque ellas tienen muchas cosas qué decir a las nuevas generaciones y muchas cosas qué compartir con ellas.
– La interdependencia. Nadie puede vivir solo; sin embargo, el individualismo y el protagonismo divagantes ocultan esta verdad. Los ancianos, en su búsqueda de compañía, protestan contra una sociedad en la que los más débiles se dejan con frecuencia abandonados a sí mismos, llamando así la atención acerca de la naturaleza social del hombre y la necesidad de restablecer la red de relaciones interpersonales y sociales.
– Una visión más completa de la vida. Nuestra vida está dominada por los afanes, la agitación y, no raramente, por las neurosis; es una vida desordenada, que olvida los interrogantes fundamentales sobre la vocación, la dignidad y el destino del hombre. La tercera edad es, además, la edad de la sencillez, de la contemplación. Los valores afectivos, morales y religiosos que viven los ancianos constituyen un recurso indispensable para el equilibrio de las sociedades, de las familias, de las personas. Van del sentido de responsabilidad a la amistad, a la no-búsqueda del poder, a la prudencia en los juicios, a la paciencia, a la sabiduría; de la interioridad, al respeto de la Creación, a la edificación de la paz. El anciano capta muy bien la superioridad del « ser » respecto al « hacer » y al « tener ». Las sociedades humanas serán mejores si sabrán aprovechar los carismas de la vejez. ... (ver texto completo)
– La gratuidad. La cultura dominante calcula el valor de nuestras acciones según los parámetros de una eficiencia que ignora la dimensión de la gratuidad. El anciano, que vive el tiempo de la disponibilidad, puede hacer caer en la cuenta a una sociedad « demasiado ocupada » la necesidad de romper con una indiferencia que disminuye, desalienta y detiene los impulsos altruistas.
– La memoria. Las generaciones más jóvenes van perdiendo el sentido de la historia y, con éste, la propia identidad. Una sociedad que minimiza el sentido de la historia elude la tarea de la formación de los jóvenes. Una sociedad que ignora el pasado corre el riesgo de repetir más fácilmente los errores de ese pasado. La caída del sentido histórico puede imputarse también a un sistema de vida que ha alejado y aislado a los ancianos, poniendo obstáculos al diálogo entre las generaciones.
– La experiencia. Vivimos, hoy, en un mundo en el que las respuestas de la ciencia y de la técnica parecen haber reemplazado la utilidad de la experiencia de vida acumulada por los ancianos a lo largo de toda la existencia. Esa especie de barrera cultural no debe desanimar a las personas de la tercera y de la cuarta edad, porque ellas tienen muchas cosas qué decir a las nuevas generaciones y muchas cosas qué compartir con ellas.
– La interdependencia. Nadie puede vivir solo; sin embargo, el individualismo y el protagonismo divagantes ocultan esta verdad. Los ancianos, en su búsqueda de compañía, protestan contra una sociedad en la que los más débiles se dejan con frecuencia abandonados a sí mismos, llamando así la atención acerca de la naturaleza social del hombre y la necesidad de restablecer la red de relaciones interpersonales y sociales.
– Una visión más completa de la vida. Nuestra vida está dominada por los afanes, la agitación y, no raramente, por las neurosis; es una vida desordenada, que olvida los interrogantes fundamentales sobre la vocación, la dignidad y el destino del hombre. La tercera edad es, además, la edad de la sencillez, de la contemplación. Los valores afectivos, morales y religiosos que viven los ancianos constituyen un recurso indispensable para el equilibrio de las sociedades, de las familias, de las personas. Van del sentido de responsabilidad a la amistad, a la no-búsqueda del poder, a la prudencia en los juicios, a la paciencia, a la sabiduría; de la interioridad, al respeto de la Creación, a la edificación de la paz. El anciano capta muy bien la superioridad del « ser » respecto al « hacer » y al « tener ». Las sociedades humanas serán mejores si sabrán aprovechar los carismas de la vejez. ... (ver texto completo)