...
Donde se termina la avenida, siempre está oscuro y no hay nadie. Por esto me dirigía siempre hacia allí, hacia un banco muy incómodo. Al sentarme, enseguida en el sendero y no lejos de mí empezaban a reunirse apresuradamente los gorriones. Quizá fuera sólo mi fantasía, pero me gustaba crearme una ilusión en aquel país que no era el mío e imaginar que los gorriones me conocían y estaban esperando algo de mí por considerarme culpable ante ellos...
Donde se termina la avenida, siempre está oscuro y no hay nadie. Por esto me dirigía siempre hacia allí, hacia un banco muy incómodo. Al sentarme, enseguida en el sendero y no lejos de mí empezaban a reunirse apresuradamente los gorriones. Quizá fuera sólo mi fantasía, pero me gustaba crearme una ilusión en aquel país que no era el mío e imaginar que los gorriones me conocían y estaban esperando algo de mí por considerarme culpable ante ellos...
...
Si no es así, no importa.
Los gorriones se acercan saltando de lado y alargando sus cuellos, miran con los puntos negros de sus ojos y parece que quieren decir:
-Ya has venido. También nosotros estamos aquí.
Yo sacaba de mi bolsillo las migas envueltas en papel. Y entonces me parecía a Pliuschkin ¡Qué Pliuschkin!. En mí había diez Pliuschkin cuando echaba las migas a los gorriones. ¡Y qué alboroto se producía entonces! Se peleaban por un pedacito que les parecía mejor que los demás. Tiraba cada uno por su lado moviendo torpemente las alas y levantando polvo.
Aprovechando el momento, uno de ellos, el más listo, cogía por sorpresa el pedacito y se escondía entre los arbustos. Algunos empezaban a perseguirlo, pero pronto volvían atrás. Yo les echaba las migas con mucha parsimonia, puesto que entre ellos todavía no estaba el que me interesaba más, al que yo esperaba siempre para darle el mejor pedacito que tenía. Y este gorrión no se distinguía por su belleza ni por su inteligencia.
Todo lo contrario, era un infeliz inválido. No tenía dedos en su patita derecha. Por esto, al posarse sobre la arena del sendero, se caía hacia un lado y sólo al cabo de un rato y con mucha dificultad, se ponía de pie sobre su pata izquierda. La pata derecha estaba horriblemente mutilada y parecía una cerilla quemada... ... (ver texto completo)
Si no es así, no importa.
Los gorriones se acercan saltando de lado y alargando sus cuellos, miran con los puntos negros de sus ojos y parece que quieren decir:
-Ya has venido. También nosotros estamos aquí.
Yo sacaba de mi bolsillo las migas envueltas en papel. Y entonces me parecía a Pliuschkin ¡Qué Pliuschkin!. En mí había diez Pliuschkin cuando echaba las migas a los gorriones. ¡Y qué alboroto se producía entonces! Se peleaban por un pedacito que les parecía mejor que los demás. Tiraba cada uno por su lado moviendo torpemente las alas y levantando polvo.
Aprovechando el momento, uno de ellos, el más listo, cogía por sorpresa el pedacito y se escondía entre los arbustos. Algunos empezaban a perseguirlo, pero pronto volvían atrás. Yo les echaba las migas con mucha parsimonia, puesto que entre ellos todavía no estaba el que me interesaba más, al que yo esperaba siempre para darle el mejor pedacito que tenía. Y este gorrión no se distinguía por su belleza ni por su inteligencia.
Todo lo contrario, era un infeliz inválido. No tenía dedos en su patita derecha. Por esto, al posarse sobre la arena del sendero, se caía hacia un lado y sólo al cabo de un rato y con mucha dificultad, se ponía de pie sobre su pata izquierda. La pata derecha estaba horriblemente mutilada y parecía una cerilla quemada... ... (ver texto completo)