– ¿Quieres venirte conmigo a palacio y ser mi esposa?
Abrieron, y el Rey entró, encontrándose frente a frente con una niña tan hermosa como jamás viera otra igual. Asustóse la niña al ver que el visitante no era el corzo, sino un hombre que llevaba una corona de oro en la cabeza. El Rey, empero, la miró cariñosamente y, tendiéndole la mano, dijo:
– ¡Hermanita querida, déjame entrar!
– Ahora vas a acompañarme a la casita del bosque. Al llegar ante la puerta, llamó con estas palabras:
Cuando ya el sol se hubo puesto, el Rey llamó al cazador y le
dijo:
Acosadlo hasta la noche, pero que nadie le haga ningún daño.
La hermanita, incapaz de resistir a sus ruegos, le abrió la puerta con el corazón oprimido, y el animalito se precipitó en el bosque, completamente sano y contento. Al verlo el Rey, dijo a sus cazadores:
– Entonces me moriré aquí de pesar -respondió el corzo-. Cuando oigo el cuerno de caza me parece como si las piernas se me fueran solas.
– Te matarán, y yo me quedaré sola en el bosque, abandonada del mundo entero. ¡Vaya, que no te suelto!
La hermanita, llorando, le reconvino:
– No puedo resistirlo; es preciso que vaya. ¡No me cogerán tan fácilmente!
Pero la herida era tan leve que a la mañana no quedaba ya rastro de ella; así que en cuanto volvió a resonar el estrépito de la cacería, dijo:
– Acuéstate, corzo mío querido, hasta que estés curado.
Pero la hermanita tuvo un gran susto al ver que su cervatillo venía herido. Le restañó la sangre, le aplicó unas hierbas medicinales y le dijo: