Anduvieron horas y horas y, al fin, llegaron a una casita; la niña miró adentro, y al ver que estaba desierta, pensó: «Podríamos quedarnos a vivir aquí». Con hojas y musgo arregló un mullido lecho para el corzo, y todas las mañanas salía a recoger raíces,
frutos y
nueces; para el animalito traía hierba tierna, que él acudía a
comer de su mano, jugando contento en torno a su hermanita. Al
anochecer, cuando la hermanita, cansada, había rezado sus oraciones, reclinaba la cabeza sobre el dorso del corzo;
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