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ALCONCHEL DE LA ESTRELLA (Cuenca)

Calle de guijarros
Foto enviada por cuenka

—Justamente he venido con ese propósito —contestó el sastrecito—. Estoy dispuesto a servir al rey —así que lo recibieron honrosamente y le prepararon toda una residencia para él solo.

Pero los soldados del rey lo miraban con malos ojos y, en realidad, deseaban tenerlo a mil millas de distancia
Y corrieron a dar la noticia al rey, diciéndole que en su opinión sería un hombre extremadamente valioso en caso de guerra y que en modo alguno debía perder la oportunidad de ponerlo a su servicio. Al rey le complació el consejo, y envió a uno de sus nobles para que le hiciese una oferta tan pronto despertara. El emisario permaneció en guardia junto al durmiente, y cuando vio que éste se estiraba y abría los ojos, le comunicó la proposición del rey.
— ¡Ah! —exclamaron—. ¿Qué hace aquí tan terrible hombre de guerra, ahora que estamos en paz? Sin duda, será algún poderoso caballero.
El sastrecito prosiguió su camino, siempre con su puntiaguda nariz por delante. Tras mucho caminar, llegó al jardín de un palacio real, y como se sentía muy cansado, se echó a dormir sobre la hierba. Mientras estaba así durmiendo, se le acercaron varios cortesanos, lo examinaron par todas partes y leyeron la inscripción: SIETE DE UN GOLPE.
El gigante le enseñó una cama y lo invitó a acostarse y dormir. La cama, sin embargo, era demasiado grande para el hombrecito; así que, en vez de acomodarse en ella, se acurrucó en un rincón. A medianoche, creyendo el gigante que su invitado estaría profundamente dormido, se levantó y, empuñando una enorme barra de hierro, descargó un formidable golpe sobre la cama. Luego volvió a acostarse, en la certeza de que había despachado para siempre a tan impertinente grillo. A la madrugada, los gigantes, ... (ver texto completo)
El sastrecito aceptó la invitación y lo siguió. Cuando llegaron a la caverna, encontraron a varios gigantes sentados junto al fuego: cada uno tenía en la mano un cordero asado y se lo estaba comiendo. El sastrecito miró a su alrededor y pensó: «Esto es mucho más espacioso que mi taller.»
El gigante lo intentó, pero se quedó colgando entre las ramas; de modo que también esta vez el sastrecito se llevó la victoria. Dijo entonces el gigante:

—Ya que eres tan valiente, ven conmigo a nuestra casa y pasa la noche con nosotros.
— ¿Qué es eso? ¿No tienes fuerza para sujetar este tallito enclenque?

—No es que me falte fuerza —respondió el sastrecito—. ¿Crees que semejante minucia es para un hombre que mató a siete de un golpe? Es que salté por encima del árbol, porque hay unos cazadores allá abajo disparando contra los matorrales. ¡Haz tú lo mismo, si puedes!
— ¡Un grandullón como tú y ni siquiera eres capaz de cargar un árbol!

Siguieron andando y, al pasar junto a un cerezo, el gigante, echando mano a la copa, donde colgaban las frutas maduras, inclinó el árbol hacia abajo y lo puso en manos del sastre, invitándolo a comer las cerezas. Pero el hombrecito era demasiado débil para sujetar el árbol, y en cuanto lo soltó el gigante, volvió la copa a su primera posición, arrastrando consigo al sastrecito por los aires. Cayó al suelo sin hacerse daño, y ... (ver texto completo)
El gigante, después de arrastrar un buen trecho la pesada carga, no pudo más y gritó:

— ¡Eh, tú! ¡Cuidado, que tengo que soltar el árbol!

El sastre saltó ágilmente al suelo, sujetó el roble con los dos brazos, como si lo hubiese sostenido así todo el tiempo, y dijo:
—Con gusto —respondió el sastrecito—. Tú cárgate el tronco al hombro y yo me encargaré del ramaje, que es lo más pesado.

En cuanto estuvo el tronco en su puesto, el sastrecito se acomodó sobre una rama, de modo que el gigante, que no podía volverse, tuvo de cargar también con él, además de todo el peso del árbol. El sastrecito iba de lo más contento allí detrás, silbando aquella tonadilla que dice: «A caballo salieron los tres sastres», como si la tarea de cargar árboles fuese un juego de niños.
Tirar, sabes —admitió el gigante—. Ahora veremos si puedes soportar alguna carga digna de este nombre—y llevando al sastrecito hasta un inmenso roble que estaba derribado en el suelo, le dijo—: Ya que te las das de forzudo, ayúdame a sacar este árbol del bosque.
—Anda, pedazo de hombre, a ver si haces algo parecido.

—Un buen tiro —dijo el sastre—, aunque la piedra volvió a caer a tierra. Ahora verás —y sacando al pájaro del bolsillo, lo arrojó al aire. El pájaro, encantado con su libertad, alzó rápido el vuelo y se perdió de vista.

— ¿Qué te pareció este tiro, camarada? —preguntó el sastrecito.
— ¿Qué me dices? Un poquito mejor, ¿no te parece?

El gigante no supo qué contestar, y apenas podía creer que hiciera tal cosa aquel hombrecito. Tomando entonces otra piedra, la arrojó tan alto que la vista apenas podía seguirla.
— ¡A ver si lo haces —dijo—, ya que eres tan fuerte!

— ¿Nada más que eso? —contestó el sastrecito—. ¡Es un juego de niños!

Y metiendo la mano en el bolsillo sacó el queso y lo apretó hasta sacarle todo el jugo.