Augusto, tan empeñado en imponer una estricta moralidad, al principio no tenía ni idea de los excesos de su bella hija. Veía, eso sí, cosas en ella que le molestaban, como unos atavíos poco discretos y un séquito exagerado, y frecuentemente la reconvenía por ello. Pero Julia no tenía intención alguna de convertirse en una mujer frugal y sencilla. Cuando un
amigo trató de persuadirla para que siguiera el ejemplo modesto de su padre, ella, igualmente famosa por su agudo ingenio y su lengua afilada,
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