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ALCONCHEL DE LA ESTRELLA (Cuenca)

Los geranios
Foto enviada por cuenka

— ¡Rashida! —la llamó— Cómo lamento el día en que marchaste de mi palacio. ¿Regresarás conmigo?
Al instante reconoció aquella dulce voz, y se volvió para ver a Rashida caminando por entre la gente con una cesta de mangos sobre la cabeza. Aunque parecía muy pobre y desgraciada, estaba tan bella como de costumbre. El príncipe saltó de su caballo y corrió tras ella.
— ¡Mangos, mangos frescos! ¿Quién compra mis hermosos y maduros mangos?
Un día paseaba a caballo por el mercado de una ciudad alejada de su palacio, cuando oyó una voz melodiosa:
En las semanas que siguieron el príncipe se esforzó por mantenerse ocupado y no pensar en Rashida. Mas era inútil. No podía olvidar el momento en que la había visto por primera vez y se había enamorado de ella.
Y sin añadir otra palabra, salió de la habitación.
—Si ya no me amas, no permaneceré en tu palacio ni un instante más —contestó Rashida orgullosamente—. No volverás a verme nunca más.
— ¡Rashida! Has olvidado que una vez te sentiste satisfecha de vender mangos en el mercado. Quizá sería conveniente que volvieras a vender mangos y recobraras el candor humilde de tus ojos.
El príncipe la miró furioso.
—No esperarás que me coma eso, ¿verdad?
En el momento de los postres, tomó un mango de una bandeja de fruta y se lo ofreció a Rashida. Ella lo miró completamente atónita.
En efecto, jamás, jamás sonreía. Pasaron los años y Rashida se convirtió en una mujer a quien el príncipe apenas reconocía. Seguía siendo hermosa, pero se había vuelto orgullosa y altanera. Pretendía que cada día la colmaran de alabanzas y que sus órdenes fueran cumplidas de inmediato. Se mostraba fría y antipática con todo el mundo, incluyendo su marido. Ansioso por verla sonreír de nuevo, el príncipe decidió celebrar su tercer aniversario de boda ofreciendo un gran banquete.
Al principio la pareja era muy dichosa. Mas luego, a medida que pasaron los meses, Rashida empezó a cambiar. Cuando el príncipe le decía lo bella que era y lo mucho que la amaba, ella se encogía de hombros y respondía irritada: —Ya lo sé, ya lo sé. Me repites lo mismo desde que nos casamos.
El príncipe se negaba a prestarles atención, y a los pocos días se convirtió en un hombre casado.
—Pero, alteza —dijeron los cortesanos—, no es posible que queráis casaros con una vulgar vendedora de mangos.