Luz ahora 0,08490 €/kWh

ALCONCHEL DE LA ESTRELLA (Cuenca)

Está buscando a sus amigas
Foto enviada por Qnk

Las gallinas se pusieron en fila para que Quiquiriquí las inspeccionara. Primero le gritó a Enriqueta:
Me llamo Quiquiriquí, y estoy aquí para meteros en cintura —cacareó muy fuerte—. Con que ya podéis iros espabilando. Es hora de levantarse y poner huevos.
Así que Bonifacia hizo su maletín y abandonó la granja. A la mañana siguiente, temprano, Enriqueta miró por la ventana y vio a un enorme y joven gallo paseándose arriba y abajo. Tenía una cresta colorada, largos y relucientes espolones y portaba bajo el ala un bastón ligero con la punta de bronce.
Luego riñó a las vacas por su aspecto adormilado. Por último visitó el gallinero, donde las gallinas estaban sentadas tranquilamente en sus nidales esperando a que Bonifacia tocara su flautín. Al ver a Bonifacia, don Cascarrabias se encolerizó: — ¡Esto es un gallinero, no un concierto! Vete, Bonifacia. No quiero veros ni a ti ni a tu flautín en esta granja nunca más. Mañana vendrá otro jefe a espabilaros! ¡Holgazanas, más que holgazanas!
Los animales andaban preocupados cuando a la mañana siguiente se presentó don Cascarrabias para inspeccionar la granja. Era un hombre delgado y feo que jamás sonreía. Llevaba unas relucientes botas y un grueso bastón. A ninguno de los animales le cayó simpático. Primero habló a los cerdos: — ¡Qué pocilga más sucia! ¡Buscad cepillos y agua y limpiadla en seguida! Luego se dirigió a los caballos: —Estáis todos demasiado gordos. Pronto os pondré en forma haciendo que tiréis de la carreta hasta el mercado.
Vaya por Dios —se dijeron los animales—. Esperemos que nos trate con amabilidad.
Tengo malas noticias —dijo el granjero Bonachón—. Lo siento, amigos, pero me he visto obligado a vender la granja. A partir de mañana trabajaréis para don Cascarrabias.
Una mañana, el granjero Bonachón reunió a todos los animales de la granja. Las gallinas se sentaron delante de los patos, y los demás animales permanecieron agrupados detrás de ellos.
Cada vez que el granjero Bonachón quería tomar un huevo para desayunar, no tenía más que asomarse a la ventana de la granja y gritar: "Toca el flautín, Bonifacia", e inmediatamente las gallinas ponían huevos.
El gallo Quiquiriqui

El granjero Bonachón tenía una granja en la que todos los animales hacían exactamente lo que les apetecía. Las vacas se paseaban por el prado y charlaban con los caballos, y los cerdos dormían muy contentos en sus pocilgas. Pero las más alegres eran las gallinas. Había cinco: Enriqueta, Filomena, la vieja tía Copete, Beatriz, que se sentía muy orgullosa porque era bonita, y Bonifacia, la jefa de las gallinas, la más menuda de todas ellas, que se aposentaba en su percha y tocaba ... (ver texto completo)
Más dramático aún fue el caso de otro caballero que más o menos por entonces sorprendió a su mujer en flagrante adulterio, los entregó a ambos a la justicia y el juez se los devolvió para que se tomara el castigo por su mano. Los asistentes solicitaron clemencia, pero el marido no estaba por hacer concesiones: los degolló a los dos. Después empapó su sombrero en la sangre derramada y lo lanzó a la muchedumbre mientras les gritaba:

— ¡Cuernos fuera!
El marqués se había tomado a la francesa el asunto. Cuando se tomaba a la española, las reacciones solían ser muy drásticas y llevaban su sello personalísimo. Fue en el mismo siglo, el jueves santo de 1637, cuando un escribano real, de nombre Miguel Pérez de las Navas, sospechando que su esposa a lo mejor le era infiel, decidió ejecutarla él mismo en su propia casa sin necesidad de más comprobación. Para ello aguardó piadosamente a que la desdichada se confesara y comulgara, dándole así la oportunidad ... (ver texto completo)
Cuando llegó el momento de entrar en la capilla, ordenó abrir los portalones grandes. Como todos se sorprendieron ante esta nueva extravagancia, él explicó:

— ¡Mis cuernos son tan grandes que no pueden pasar por la portezuela pequeña!

Ante las caras de circunstancias de los presentes, por fin el ataúd fue enterrado, grabándose sobre la piedra que lo cubría el nombre de madame de Montespan.
Al día siguiente un extraño cortejo desfiló por los patios del castillo. Los niños del coro llevaban cirios y entonaban el De Profundis rodeando un ataúd negro forrado de tela. El féretro viajaba en una carroza cubierta de crespón de luto y extrañamente adornada con unos cuernos de ciervo. Detrás iba monsieur de Montespan acompañado por sus dos hijos, Louis-Antoine y Marie-Christine.
Una vez allí, fiel a su estilo, reúne a sus familiares, amigos y servidores y les anuncia la muerte de su esposa. Después solicita al sacerdote celebrar exequias por ella.