– Me hice marinero. Pero no creas que fue fácil. En mi primer viaje me caí del barco en el que navegaba y nadé durante horas hasta encontrar una isla. Para colmo de males, lo que yo pensaba que era una isla, era realmente… ¡Una ballena!
– ¿Y entonces qué hizo? – preguntó el pequeño cada vez más intrigado.
– Mi nombre es Simbad. Cuando mi padre murió me dejó una inmensa fortuna, pero no supe aprovecharla y la malgasté inútilmente.
– La verdad es que siento mucha curiosidad – alcanzó a decir Mhamud con la boca repleta de comida.
– Debes tener mucha hambre así que come todo lo que quieras. Mientras lo haces, te contaré cómo he llegado a poseer tantas riquezas.
– Gracias señor. Nunca había visto tantas delicias juntas.
El dueño de la casa, al oírlo, se compadeció del jovenzuelo y sin pensarlo dos veces lo invitó a cenar con él. Al entrar a la casa, el muchacho quedó impresionado con todos los manjares exquisitos que había sobre la mesa.
– No sé para qué trabajo tanto. Nunca saldré de esta mala vida – se quejaba Mhamud con lágrimas en los ojos.
Un buen día, agotado de tanto trabajar, decidió sentarse a la sombra de una enorme casa. Era la casa de un rico.
La leyenda de Simbad
Había una vez un chico de nombre Mhamud que era muy pobre. Su oficio era el de trasladar mercancías de un lugar a otro en la ciudad. Tanto trabajaba el jovenzuelo y tan poco ganaba que siempre andaba quejándose de su mala suerte.
Cuando la niña, que escuchaba detrás de la puerta, oyó este deseo, entró en la sala y en un instante todos recuperaron su figura humana. Y después de abrazarse unos a otros regresaron felices a su casa.
- ¡Ojalá haya sido nuestra hermana quien ha venido, pues quedaríamos desencantados!
Cuando el séptimo vio el fondo de su copa, descubrió la sortija. La reconoció inmediatamente y dijo:
Y exclamaron uno tras otro:
- ¿Quién ha comido de mi plato? ¿Quién ha bebido de mi vaso? Ha sido una boca humana.
Así fue; los cuervos entraron hambrientos y sedientos, buscando tus platos y sus vasos.