Cuando los vecinos vieron esos magníficos dátiles, comenzaron a arrojar al
árbol piedras y ladrillos. Los dátiles caían al suelo, pero las piedras y los ladrillos se quedaban en el árbol. En poco tiempo, los dátiles formaron en la tierra un
valle de dos kilómetros de extensión. Mi padre, entonces, consiguió una yunta de bueyes, aró el valle y plantó allí unas calabazas que alcanzaron en poco tiempo dimensiones gigantescas. Cuando estuvieron maduras, arranqué una e intenté cortarla. Pero, no sé cómo,
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