Y con un insolente saludo, se quitó la cuerda del cuello y se tiró al agua. Nuevamente era libre, y estaba a salvo. Ojalá pudiera hallar ahora al hada. Con esta idea nadó, nadó y nadó. — ¿Dónde está mi burro? — ¡Yo soy tu burro! —contestó Pinocho riendo—. Los peces se comieron su cuerpo, ¡y aquí me tienes! ¡Ha sido obra del hada! El pobre hombre no daba crédito a lo que veían sus ojos. Había arrojado a un burro al agua… y sacaba a un muñeco. Al cabo de media hora, el hombre tiró de la cuerda, creyendo que el burro estaría muerto y en vez de sacar del agua a un burro, apareció Pinocho, retorciéndose como una anguila Aquello fue desastroso para el circo. Al día siguiente, el jefe de pista le envió de nuevo al mercado, donde un fabricante de tambores, que necesitaba una piel de burro para hacer un tambor, adquirió al desdichado y hambriento Pinocho por diez miserables monedas. Luego, el hombre condujo al infortunado burrito hasta la playa, le colgó un enorme pedrusco en torno al pescuezo, le ató una cuerda a la pata delantera y le arrojó al agua para que se ahogara.